Más que la era de la posverdad –signifique eso lo que signifique–, vivimos en la del camelo. Si esta semana han ardido los móviles de media España con la noticia de los ‘aromas jamaicanos’ del botafumeiro de Santiago, hace un mes la gran ‘noticia’ eran los diecisiete divorcios que había provocado un descuido en el whatsapp de una despedida de soltero. Falso y falso. Falsos como duros de madera, que decíamos cuando todavía había duros, y ni siquiera sospechábamos que nadie quisiera falsificarlos.
Las historias, cuanto más truculentas, más nos gustan. Poco importa si son ciertas o no. Seguimos igual que con las cartas en cadena –esas que, si la rompías, te condenaban a los siete males–, sólo que hemos cambiado la tinta y el papel por los bits y los buzones por las pantallas. Pero, en el fondo, seguimos encantados con las mismas chorradas. Porque tampoco hace falta ser Colombo para desmontar estos bulos; basta con treinta segundos de investigación poco profunda para descubrir que no, que no va a haber ‘overbooking’ en la Catedral compostelana, ni siquiera ‘oversmocking’: se lo habían inventado todo en una web supuestamente humorística, que emula a El Mundo Today, pero sin denuncias por bestialismo. De momento, que todo se andará.
También siguen gustándonos las leyendas urbanas, esas que decían que regalaban caramelos con droga en la puerta del colegio –colegio que, por cierto, nadie pudo encontrar jamás, y me consta que muchos lo han buscado con ahínco–. Por Castro últimamente ha corrido algo parecido, con un misterioso conductor que secuestraba niños, un bulo que hasta la Guardia Civil ha tenido que salir a desmentir, tirando de las orejas al personal porque la psicosis colectiva estaba llegando ya al castaño oscuro.
Pero mucho más inexplicable es la manía de las identidades falsas en las redes sociales. Hace unos años sólo las veíamos en las películas, pero últimamente se han puesto tan de moda que ya no sabes si, cuando te cruzas con la vecina, en realidad será ella o un perfil falso. Sobre todo, si es mona.
Y es que hay una auténtica epidemia; ya no se trata de lo que le pasó a una amiga de una amiga, sino que casi todos conocemos a personas que han sufrido algún engaño en las redes, con un curioso modus operandi: jóvenes de belleza arrebatadora que abordan a internautas de mediana edad, aparentemente con la mejor de las intenciones: la de ligar, se entiende. Que para eso sirven las redes sociales muchas veces. Pero luego resulta que, después de semanas de seducción telefónica, al final resulta que el o la pretendiente no era tal, y hasta la foto era puro cartón piedra, robada de algún famoso.
Y todo, ¿para qué? ¿Por el puro placer del engaño? ¿Por experimentar la ficción de vivir la vida de otro? Va a ser que la verdad, al contrario del bitcoin, está cada vez más devaluada.