O Barcelona no está en Cataluña, o la realidad se parece bastante poco a lo que vemos cada día en los telediarios. Porque estos días me he pateado la ciudad condal –y mira que hay que caminar, aunque aquí sí que tienen un metrobús de verdad y no de exhibición, como en casa– y por ninguna parte he conseguido dar con esas hordas de independentistas que según los noticiarios campan a sus anchas por la ciudad, causando estragos entre las gentes de bien.
Existe, eso sí, mucha preocupación, con independencia de los bandos. Porque la incertidumbre siempre es mucho peor que cualquier mala noticia. De hecho, ese suspense prolongado es capaz de concebir los más negros presagios, anticipando las desgracias mucho antes de que se produzcan.
Me lo advirtieron antes de venir: la gente tiene miedo. Y uno no sabe bien a qué, e incluso se imaginaba que cada uno tendría el suyo propio: unos a verse privados de su nacionalidad, otros al colapso financiero, y algunos hasta a ver tanques por las calles. Sin embargo, la realidad siempre es mucho menos jugosa: las calles siguen tranquilas, como siempre. Atestadas de turistas, bulliciosas, como ajenas a la política.
La procesión, sin embargo, va por dentro. Y es que desde hace semanas todas las conversaciones giran en torno a lo mismo, que ya se ha convertido en ‘el monotema’: la independencia, el ‘procés’ y sus consecuencias. El ‘conflicto’, como lo llamó el presidente del grupo Planeta, quién sabe si en un lapsus linguae. El problema es que se habla mucho, demasiado, pero en realidad casi nadie dice nada. Se trata de tirar de clichés, muy resultones, pero que no te comprometan. Apelar al diálogo, por ejemplo. Que sí, que es muy democrático, que hablar es bueno, lo mejor que hay. Pero hablar… ¿de qué? ¿Para qué? ¿Con quién?
Las calles están llenas de banderas, de carteles y de consignas, pero cuesta mucho encontrar a alguien que realmente tome postura. Que te diga: independencia sí o independencia no. España sí o España no. Todo son sobreentendidos, guiños, intentos de adivinar la postura de tu interlocutor antes de desvelar la tuya. Sólo cuando existe certeza de la confianza son capaces de abrirse. Y hay posturas de todo tipo, desde quien opina que si los independentistas han podido saltarse todas las reglas del juego democrático, serán capaces de cualquier cosa, hasta los convencidos de que la contundencia policial ha legitimado su causa. Pero, por lo general, esa sinceridad es cosa vedada para la gente corriente, que parece estar aguantando la respiración, en espera de un final que nunca llega, y se obliga a sí misma al silencio.
Ese es, al final, el verdadero miedo. La derrota de todos, con independencia de su bandera.