«Ya no hay héroes», cantaban en los ochenta los Stranglers. Y ese vacío aparente ha decidido llenarlo José Luis Bonet, presidente de la Cámara de Comercio de España, que el viernes aseguraba en Santander que debemos ver a los empresarios como ‘héroes sociales’.
No queda claro si en su ánimo está que les coronemos de laureles, les hagamos la ola allá donde aparezcan y hasta les entreguemos a nuestros primogénitos como ofrenda, pero lo que sí parece evidente es que el tal Bonet –presidente, por cierto, de Freixenet– tiene un concepto muy particular del heroísmo.
Un héroe es Juanjo, que es agente del Tedax y cada vez que llega una amenaza de bomba o aparece un explosivo de la guerra se tiene que jugar la vida desactivándola, para que a los demás no nos pase nada.
Un héroe era Cioli, quien acabó perdiendo la cuenta de los bañistas a los que había rescatado en la Bahía.
Un héroe fue Jesús Neira, quien se jugó el tipo para defender a una mujer agredida por su pareja. Con independencia de lo que opinemos de su trayectoria posterior, su acción fue un acto de heroísmo.
Un héroe fue Julián Sánchez, el bombero 148, un madrileño que vino a Santander para ayudar a apagar el gran incendio de 1941 y aquí se dejó la vida.
Un héroe social fue mi bisabuelo Avelino, que después de sobrevivir a una explosión de grisú y salir con un compañero a cuestas, entró de nuevo para intentar rescatar a los que habían quedado atrapados, y ya nunca más volvió a salir de aquel pozo. Por mucho que quiera Bonet, creo que su heroísmo no es modo alguno comparable con el del empresario que explotaba la mina.
Está bien que cada cual defienda su oficio, pero no alcanzo a imaginar qué clase heroísmo puede esconderse en la gestión de una empresa como Freixenet, más allá de devanarse los sesos para evitar los boicots al cava catalán o sobrevivir al tópico anuncio de las burbujitas. Presidir Freixenet podrá ser complejo, agotador, y hasta excitante, y seguro que incluso muy rentable, pero lo que no es en modo alguno es heroico.
Y mucho menos heroísmo hay en parapetarse tras una sicav, cotizar en Andorra o Montecarlo, firmar EREs y todas esas ‘buenas’ prácticas que distinguen a nuestros empresarios. Cierto que hoy día el trabajo más que un derecho constitucional es un milagro, pero lo que buscan no es crear empleo, sino riqueza. Su propia riqueza, naturalmente. No es que sea para ponerles en los altares, desde luego.
Los verdaderos héroes sociales resultan mucho más cotidianos: son los millones de jubilados españoles que hacen malabarismos para mantener a sus hijos y nietos con pensiones de miseria, y a los que debemos que en la última década no se haya producido una revolución social. Son los ciudadanos que auxilian a esos emigrantes que nadie quiere, los que trabajan en los refugios y comedores sociales, los que reparten lo poco que tienen para ayudar a los demás.