Poco importa lo que hubiera ocurrido en las dos últimas sesiones de investidura: si hubiera salido presidente uno u otro, media España se habría llevado las manos a la cabeza, desesperada. Porque es posible que hayamos superado el bipartidismo –y no sólo porque el juego de siglas sea ahora más plural–, pero lo que sí parece evidente es que la polarización no afecta tanto a lo que queremos, sino a quién no queremos en el gobierno.
Con escasísimo margen de diferencia, se diría que la mitad de la población está en contra de que gobiernen ‘los otros’. Para algunos sería una catástrofe dejar en manos de los progresistas un país que, entonces sí, avanzaría a directo a su autodestrucción. Para otros, lo intolerable es que el partido que repartía los sobres de Bárcenas siga oprimiendo a los más humildes. Hay matices, sí, pero básicamente así están los bolos pinados. Gobierne quien gobierne, reinarán el descontento y el revanchismo a partes iguales.
El problema, o la ventaja, es que ese empate técnico que parece haber en las calles se ha trasladado a un parlamento en el que no exista la menor cultura del pacto ni del consenso, lo que le convierte en ingobernable, a menos que se quiera entrar en la peligrosa senda de los nacionalismos. Y eso que algunos partidos son capaces de cualquier pirueta ideológica con tal de llegar al poder.
Ni siquiera es posible cargar las tintas –al menos, en exclusiva– sobre las imperfecciones de un sistema electoral tan imperfecto en el que los escaños ‘cuestan’ más o menos según la provincia a que representan, por no hablar del manifiesto atropello de las minorías que supone la ley D’Hondt; recalculando los resultados de junio a circunscripción única y sin correcciones porcentuales, el hemiciclo mantendría una fragmentación muy similar, por mucho que pudiera resultar más representativo de la realidad española.
Así las cosas, y como en este deporte no hay penaltis después de la prórroga, se diría que estamos abocados a unas terceras elecciones, y quién sabe si no unas cuartas, mientras no produzca algún cambio significativo bien en el voto de los ciudadanos, bien en la ley electoral, o bien en el juego político, que siempre se ha dicho que produce «extraños compañeros de cama».
Es de suponer que, en algún momento, y antes de jugarse a pares o nones el gobierno, se acabe pactando alguna fórmula tipo ‘segunda vuelta’ que permita desbloquear la situación, pero de momento nadie parece acordarse de que ha habido una gran cantidad de españoles que no se han pronunciado, ni en la primera ni en la segunda llamada a las urnas.
Un treinta por ciento de ‘no sabe, no contesta’ supone muchos millones de votos, casi tantos como los que hoy protestan no por el desgobierno, sino porque no gobiernen ‘los suyos’. Sería bueno que esa inmensa minoría opinara.