Hace más de dos décadas, a Juan Carlos Mestre le pidieron una nota biográfica para un congreso sobre literatura provincial, y el catedrático al presentarle leyó lo que parecía una carta de disculpa: «amigo José Enrique: me pides que te envíe un currículum, que es una de las muchas cosas que no tengo», le había escrito, justo delante de un poema inédito que adjuntaba.
Tal vez entonces no tuviera un currículum normalizado, pero Mestre no era ni mucho menos un desconocido; había ganado pocos años antes el Adonais, –cuando todavía era un gran premio, aunque su dotación económica fuera ya tan simbólica como el jornal de la mili, entonces–, y había hecho las Américas a su manera en aquel año noventa y dos que tanto cambió el mundo.
Ya no era, desde luego, aquel muchacho demasiado avispado a quien Gilberto Ursinos inoculara la fiebre de la literatura; ni siquiera el joven aprendiz de periodista que a los catorce años empezaba a firmar en el Diario de León. Había cruzado el mundo, había luchado contra todas las injusticias, había amado y había sufrido. Pero sobre todo había encontrado su voz, su manera de estar en el mundo, su forma y su fondo. Y, aunque habría podido hacer cualquier otra cosa que se propusiera, hacía poesía.
Y, a pesar de todo, seguía siendo el hijo del panadero. Cercano y afectuoso, lúcio y genial. El mismo niño que adoraba las bicicletas y el calor de los viejos amigos, un hombre que tenía todo a su alcance y sin embargo prefería dedicar su voz a la defensa de los humildes.
Yo le conocí aquel mismo verano del noventa y dos, justo cuando ‘La poesía ha caído en desgracia’ llegaba a las librerías. Fue un amor inevitable, a primera escucha, porque apenas había podido hojear aquel poemario del que todo el mundo hablaba cuando la casualidad quiso que compartiéramos micrófono en un recital.
Yo por entonces tenía diecinueve años y ya sabía de la belleza de la poesía, pero nunca imaginé que pudiera tener tanta fuerza como todo lo que salía de la boca de aquel hombre de elegancia atemporal y palabras de fuego: «Amé una noche a un desconocido; yo vivía entonces en un país lejano donde las muchachas salían desnudas de los conservatorios con cabezas de alce y girasoles ardiendo», decía, y ya estabas en sus manos. Leyó ‘Elogio de la palabra’ y después ‘Retrato de familia’, que no sé si será el mejor poema del siglo XX pero al menos sí es el que más me ha conmovido nunca. Y entonces supe, todos supimos, que la poesía no había caído en desgracia, ni mucho menos; que mientras existiera Mestre y todos a los que él inspira, el mundo seguiría mereciendo la pena.