En mi fotografía preferida de Manuel Rivas, el escritor aparece soplando una caracola, frente a la playa de Bikinis y con la isla de ‘Caza y Pesca’ como marco de fondo. La instantánea está tomada en el verano de 2003, cuando Rivas compartió su oficio literario con dos docenas de aprendices en el taller que impartía en la UIMP bajo el título ‘De lo desconocido a lo desconocido’.
El gallego por entonces no era desde luego ningún desconocido, pero le gustaban esos giros de trescientos sesenta grados, esos viajes en apariencia a ninguna parte, pero que en realidad encierran en sí mismos toda una visión del mundo. Panorámicas de ambientación local pero con vocación de universalidad, como había demostrado con ‘Un millón de vacas’, ‘El lápiz del carpintero’ y, sobre todo, con ‘¿Qué me quieres, amor?’, que le catapultaría a la primera línea de la narrativa nacional, demostrando que también se podía escribir en gallego y seducir al resto del país, como haría casi en paralelo Bernardo Atxaga desde el País Vasco. Periferia al poder.
Claro que Manuel Rivas, más que ningún otro escritor de aquel cambio de siglo, siempre ha hecho gala de sus dotes de seductor. Será por su acento meloso –aunque huye del tópico gallego, por su cabello cuidadosamente desordenado, por su estilo casual pero elegantemente estudiado; por esa cuidada barba que aparece y desaparece o por esa intensa mirada azul. Aunque lo verdaderamente importante no está en su toque de dandi informal, sino en lo que cuenta y, sobre todo, en cómo lo cuenta.
En una de sus últimas visitas, en la añorada tribuna literaria de Caja Cantabria, presentó su anterior novela, ‘Todo es silencio’. En ella ofrecía su particular versión de la ley del silencio, un vistazo nada nostálgico al áspero mundo del narcotráfico en Galicia y las consecuencias sociales de dos décadas ominosas en muchos aspectos. Pero hasta en un mundo tan degradado, el poeta es capaz de encontrar música, y cautivó a los presentes con su particular lápiz, a caballo entre la crónica y la ficción, con un tono de confesión personal.
La suya, vino a contar, fue una generación perdida: hay fotografías escolares de las que tres cuartas partes sucumbieron por las drogas. Pero los chavales de aquella época veían pasar a Sito Miñanco y otros narcos de la época como si fueran personajes de cine, héroes de proporciones casi míticas de un mundo que, al final, tuvo que ser salvado por el coraje de muchas madres.
Y mientras Rivas hablaba, los presentes íbamos escuchando su música, una melodía que nos transportaba en el tiempo y en el espacio hasta ese universo literario en el que el escritor marca las normas. Por eso, supongo, sopla la caracola en aquella fotografía.
Según los antiguos hindús, es una forma de ahuyentar los malos espíritus. Yo, sin embargo, estoy convencido de que es su particular flauta de Hamelín.