Cuando el viernes Musulmán acertó a empitonar a Gonzalo Caballero, cinco mil suspiros subieron al cielo en el coso de Cuatro Caminos. La tauromaquia es un arte, pero en modo alguno un juego. El torero respeta al toro como se respeta a la muerte, porque eso es lo que significa exponerse ante las astas sin más encomienda que un poco de tela, y quién sabe si alguna estampita devota.
Mientras aquel joven apasionado volaba por los aires, en los tendidos nos sobrecogíamos. Marián me apretaba la mano y miraba hacia otro lado, porque aunque le apena el castigo que sufre el animal, le conmueve aún más la desgracia cuando alcanza a un diestro.
Uno, sin embargo, se acordaba de los activistas de la acera de enfrente, que aunque cada vez sean menos, se emplean con toda esa violencia que parecen detestar; parece que aprueban la agresividad, siempre que sea contra humanos y no contra animales.
Pero el mundo, claro, no se detiene, y en la plaza aguardaban aún más sobresaltos. Porque Caballero en modo alguno pensaba darse por vencido; decidido a salir como fuera por la puerta grande santanderina, debió de convencerse a sí mismo de que lo haría a hombros o en camilla, si hacía falta. Y después de un revolcón pavoroso volvió a ponerse en pie, y sin reparar en que sus manoletinas se habían volatilizado, de nuevo se enfrentó a aquel correoso descendiente del minotauro, que parecía mirarle de reojo, o más bien, ‘de medio lao’. Y cuando quiso matarlo, el toro casi lo mata a él, y con un cabeceo de resabio lo envió a la enfermería
Con el instinto de supervivencia atrofiado, el torero, conjurado al grito de triunfo o muerte, cuando reapareció por la puerta de la enfermería, sin la chaquetilla canela y oro y dispuesto a ajustar cuentas con Musulmán. Como en una cuestión de orgullo, aquello era ya un asunto personal. Así que le devolvió a la misma posición, y de nuevo quiso rematarlo hundiendo su estoque en el hoyo de las agujas. Pero Caballero, más que un matador, parecía un púgil al que se le apagan las luces. Tambaleante, como en trance, fue presa fácil para aquel negro mulato que hizo lo que tenía que hacer: embestir, en este tercer y último encuentro entre cuerno y carne. Cuando se incorporó, una mancha de sangre crecía en su taleguilla, entre las ingles.
En aquel momento, mejor no pensar en nada; no recordar que habría quien se alegrase, quien brindaría, que hay quien celebra la muerte de un semejante, en un dislate que contradice el más elemental instinto de conservación de la especie.
Con todas las gargantas atenazadas, mientras el joven maestro era llevado a la enfermería, atronaba una ovación. Cuentan que el joven torero quiso a toda costa volver al ruedo, rematar la faena, triunfar en la arena. Claro que su batalla no sólo es por la vida: debiera ser, sobre todo, por el respeto. Por la dignidad de su oficio.