Las redacciones de periódicos tienen algo especial; entre tanta adrenalina y bajo la tiranía de los plazos, parece increíble que condensen tanta vitalidad e inventiva. Yo siempre había creído que tenía que ver con el olor a tinta, que esos vapores debían de ser alucinógenos, pero lo cierto es que hace una década las rotativas se independizaron para no volver, y sin embargo las redacciones siguen siendo los mismos hervideros de siempre.
El caso es que el viernes, al salir del periódico cargado de libros, el gran Remartínez me ha recomendó emular a Pepe Carvalho, pero no en la mala vida, que también, sino en esa afición de alimentar su chimenea con aquellas novelas que, a su juicio, merecían las llamas. Y hasta bromeamos acerca de una futura sección que se podría titular ‘La chimenea de Javier’.
Y la verdad es que tanto como sueños húmedos no, pero sí debo admitir que durante un rato he paladeado la posibilidad de poner a caldo algunos libros que seguramente lo merezcan, y hasta de liberar a ese crítico implacable y sanguinario que todos llevamos dentro.
Sin embargo, a medida que el asunto se iba caldeando, y empezaba a pensar cuál quemaría primero, poco a poco me fui dando cuenta de que tampoco son tantos los libros que realmente he detestado, que ojalá que no se hubieran escrito.
Claro que hay libros malos, por supuesto. Libros horribles, incluso. Pero, por muy mal escrito que esté, por muy poca razón que tenga o por mucho que nos aburra –pura objetividad, ya ven–, es casi imposible no encontrar algún detalle, alguna línea, algún pensamiento que no nos resulte aprovechable, o al menos interesante.
Y recordé una estúpida conversación de juventud, en la que mi amigo Alejandro López, un pintor que solía tener novias espectaculares, se burlaba de las chicas que me gustaban. Sin embargo, yo sigo pensando que todos tenemos nuestro atractivo; que si no es la mirada es la sonrisa, el carácter, la figura o hasta los andares. Siempre hay algo que vale la pena. O, como decía mi hermana, hasta los hay que, de tan feos que son, resultan guapos. Igual que con los libros.
Otra cosa bien distinta, claro, sería que me dejaran poner a caldo aquellos discos que detesto. Esas canciones que me hacen daño en los oídos y desasosiegan mi espíritu: los montajes comerciales, la música de ascensor, la ‘monserga africana’… Ahí sí que sería despiadado. Aunque ya no me valdría lo de la estufa; más bien me decantaría por colgar unos cuantos cedés, a manera de espantapájaros, para que frían a reflejos a ese maldito mirlo que se me come las fresas que planto en la terraza. Y para ese hit-parade sí que tendría cientos o miles de artistas candidatos. Lo que no tengo, ahora que lo pienso, es ninguno de esos discos. Por fortuna, nunca llegué a comprarlos.