Cerca de mi casa, a la puerta de un supermercado, hace un par de años que ‘trabaja’ un joven. Es un muchacho alto, fornido, que rondará los treinta. No parece tener ninguna discapacidad física ni intelectual que le haya conducido a la indigencia. Eso sí, su oficio parece tomárselo muy en serio. Porque seguramente no ha estudiado marketing, pero siempre recibe con una sonrisa y un sonoro ‘hola’ a todos los clientes de la tienda. La visibilidad, claro, es importante. Hacer que te vean, que reparen en ti. Nunca tiene un mal gesto; incluso conversa con algunos clientes habituales. No importa que no le des nada, sabes que está ahí cuando el cambio te tintinea en el bolsillo al salir, cuando recuperas la moneda del carro.
Hace unos días, en cambio, no me saludó al entrar. Con la mano en la cabeza, parecía estar hablando solo. Había que fijarse bien para darse cuenta de que tenía escondido el teléfono bajo el gorro. Un gorro de lana gruesa, ideal para el invierno, en plena semana de viento sur. Hasta su postura parecía cuidadosamente estudiada, como si quisiera disimular que estaba hablando. ¿Será algún tipo de pecado que los indigentes hablen por teléfono? Hasta que, en un descuido del muchacho, el motivo quedó a la vista: llevaba un móvil de esos por los que más de uno suspira.
La imagen pública, claro, es fundamental. Y cada detalle del muchacho está tremendamente estudiado, desde su vestimenta humilde hasta la manera en que agradece cada dádiva. Pero por mucho que el conjunto sea perfecto, seguramente nadie iba a soltarle un duro a alguien a que gasta un cacharro que cuesta cuatro o cinco veces más que el que uno mismo lleva.
Esto me recordó un viejo rumor de mi ciudad natal, que aseguraba que la mujer que pedía a la puerta de San Isidoro tenía en realidad un piso en el centro y dos millones en la cuenta corriente; ya saben, aquello de un amigo de un amigo que trabaja en la caja de ahorros… Leyendas urbanas, claro, pero después de ver brillar las cromados dorados del mendigo del súper de Muriedas, uno siente temblar el suelo bajo sus pies.
Es tremendamente desalentador comprobar que, precisamente ahora que tantas personas están tan necesitadas, reviva la más rancia picaresca, para rascar el bolsillo de aquellos que todavía necesitan sentirse generosos para poder confiar en un futuro mejor. Al final, claro, es un negocio. Si nos fijáramos un poco más, sería fácil conocer el código callejero de estos ‘trabajadores’ de la caridad. Pero mejor no saber nada de esta profesionalización de la mendicidad que, más que una mafia de baja intensidad, es una afrenta para todos aquellos que realmente necesitan ayuda. Para eso, entre otras muchas cosas, existe el estado, ese mismo que ahora sólo se preocupa de calcular mayorías y rechazar pactos.
No creo que vuelva a darle una moneda a ese muchacho, no vaya a ser que también sea suyo el porsche que, sospechosamente, siempre está aparcado a la vuelta de la esquina.