Hace tres o cuatro generaciones, el sueño dorado de los españoles era tener un tío en América. La cosa tenía su lado oscuro, desde luego, porque para que el asunto llegase a buen puerto el pariente ultramarino tenía que palmar sin descendencia, y así el sobrino llegaba a la felicidad económica sin sufrir demasiado el duelo de la pérdida. Como en la lotería, el ‘spanish dream’ pasaba por montarse en el dólar sin esfuerzo, o más exactamente, con el sudor del de enfrente.
Hoy día nos hemos modernizado de tal manera, con tanta globalización y tanta contabilidad creativa, que se diría que estamos a años luz de aquella España de indianos. Pues no tanto. Ahora mismo, lo que mola de verdad es tener una cuenta en Panamá.
Lo dejaba claro hace unos días mi amigo José María Gutiérrez en su Facebook: «Yo no estoy en los papeles de Panamá. Por lo visto, no creo que seamos muchos, así que me alegra compartir esta tremenda noticia». Pero lo cierto es que, por mucho que él se felicitara, la realidad es que si no estás en la trama panameña, no eres nadie. Porque, visto lo visto, no nos engañemos: a los que no nos han pillado escaqueando divisas a un paraíso fiscal ha sido, sencillamente, porque no tenemos un duro. Y lo más que uno tiene en Panamá es algún amigo, como el escritor Álvaro Valderas, del que poco vamos a heredar. Así que eso de ser honrados a la fuerza, además de pobretones de solemnidad, tampoco es que sea como para sacar mucho pecho.
La cuestión es: de haber tenido pasta, ¿habríamos pasado por el aro de Montoro, o habríamos recurrido a la ‘banca privada’, como parece que ha hecho en pleno toda la élite económica del país? Es decir: ¿somos honestos sólo porque somos pobres? Y es que, después de ver cómo el expresidente Aznar –y exinspector de hacienda, no lo olvidemos– aplicaba toda la ingeniería financiera a su alcance para apañar su declaración de la renta, ¿será que la picaresca es algo genético, contra lo que no sirve de nada luchar? ¿O será más bien parte esencial de la condición humana? Porque esto mismo viene sucediendo desde hace décadas con Andorra, con Liechtenstein, con Mónaco, con las Islas Caimán y hasta con la pérfida Gibraltar. La presión fiscal sobre los trabajadores aumenta sin parar, mientras se toleran las sicavs, sin que nadie se sonroje siquiera. La solidaridad, al parecer, es solamente para los pardillos.
Ahora, tras el escándalo, el rodillo de Hacienda caerá sin piedad sobre todos los empapelados en el caso Mossack Fonseca, pero uno debe admitir que la lástima, la verdadera pena, es no haber tenido los millones de todos ellos para verse en esa tesitura. Porque si a uno le dicen que hay un país de Oceanía donde dan los duros a cuatro pesetas… En fin, que menos mal que somos decentes.