El lábaro mola. Tiene su gracia, y lo mismo luce en La Gradona de los Campos de Sport que en camisetas o pulseras. Es un guiño reconocible que de inmediato evoca a la tierruca, y sirve de seña de identidad informal y hasta un pelín rebelde. Supone además, en estos tiempos en que se buscan ‘marcas’ para pueblos y ciudades, una ‘imagen’ ideal de Cantabria, que ya está perfectamente establecida y que cuenta con el apoyo de decenas de miles de cántabros, que la lucen con orgullo y espontáneamente. Sin embargo, su salto del imaginario colectivo a la oficialidad de los estatutos, pretendido por un grupo numeroso de ciudadanos, está resultando complicado.
El problema, claro, es que la bandera que ahora mismo ondea en Cantabria como oficial le dice muy poco, o más bien nada, a los actuales habitantes de la región, por mucho que la justifiquemos con gallardetes isabelinos o con provincias marítimas. Vamos, que en el ochenta y uno estaba el país en plena banderitis aguda, y como hacía falta colgar algo del mástil se recurrió a la opción histórica, que no siempre tiene por qué ni la más adecuada ni la más aceptada. Porque, por mucho que se justifique su existencia previa, sin arraigo popular, ¿de qué sirven las banderas?
Lo que convierte a un trozo de tela en un símbolo de identidad va mucho más allá de lo que puedan probar los investigadores; que la historia está siempre idealizada y que se confunde a menudo con mitos y leyendas lo tenemos todos ya muy asumido. Tanto, como la manipulación que siempre se ha ejercido sobre ella desde el poder. Pero la identificación que siente un castellano al ver el castillo en su bandera, un leonés al ver el pendón con el león rampante, un navarro ante las cadenas o un catalán ante la señera dudo mucho que tenga comparación con lo que inspira a un cántabro contemplar esas dos franjas blanquirrojas, que también pueden ser la bandera de Polonia. Y esa sensación sí que existe, al menos para gran parte de los cántabros, con el lábaro. Que a lo mejor no tiene tanta justificación histórica, pero ¿a qué inventar nuevos símbolos si ya había uno inventado y aceptado?
Personalmente, alguno preferiríamos que siguiera siendo oficioso, lejos de las manos de los políticos; a fin de cuentas, tiene el romanticismo de lo popular e independiente.
Pero no deja de resultar legítimo pedir que se le reconozca como símbolo con todas las de ley. Lo absolutamente incomprensible es la postura de algunos políticos que confunden el orgullo por el terruño con el nacionalismo beligerante. Si Ciudadanos, a cuenta del lábaro, quiere ver en nuestra región un problema de independentismo a la catalana, o bien están ya en precampaña electoral o bien es que, sencillamente, no saben donde están pinados.