En ‘El dormilón’, Woody Allen se despierta tras un viaje en el tiempo y se asombra de que los médicos le receten fumar, beber alcohol y consumir carne sin mesura. «En el futuro hemos descubierto que todo eso era buenísimo», le aclara un científico, habano en mano.
El futuro, por desgracia, no se parece nada a la premonición que tuviera el cineasta en 1973. Cuatro décadas más tarde, a los lumbreras de la OMS –que aunque el nombre suene a bufido para hacer yoga en realidad se trata de una institución muy seria– sólo se les ocurre hacer cundir el pánico anunciando que la carne roja y los embutidos provocan cáncer.
Y como era de esperar, el terrorismo gastronómico ha causado estragos, con media población española desesperada pensando que se acabó el chuletón y el cachopo, y la otra soliviantada en defensa de la pata del gorrino, porque las lombardas tendrán un color muy chulo y los brócolis y las romanescas parecerán caprichos futuristas, pero como no le pongas un buen compango, con su chorizo, su panceta y su morcilla, no hay cocido ni fabada que valgan la pena.
Porque, ¿qué va a ocurrir ahora, en esta sociedad tan empeñada en protegernos de nosotros mismos? ¿Se prohibirá el consumo, como si fueran drogas? ¿O lo venderán en las farmacias, con recetas para los adictos? Habrá grupos de jamonívoros anónimos y al final tendremos que recurrir al mercado negro para poder darle una pequeña alegría al cuerpo. A la larga, como la bromita prospere, acabará produciendo mafias jamoneras y las cárceles se llenarán de traficantes pillados con cien gramos de cabecero de lomo.
Lo que no ha tardado en aparecer es el cachondeo generalizado, obviamente. Desde familias numerosas que anuncian haberse convertido en onegé recicladora de alimentos cancerígenos, hasta quien se decide por un suicidio a ritmo lento, a base de hincharse a jamón serrano. Porque nos podrán quitar los toros y la pachanga –que ya están tardando–, pero por Dios que no nos toquen lo más sagrado: la siesta y el jamón, que son nuestras verdaderas señas de identidad.
Y es que déjense ustedes de independentismos y demás zarandajas: si a mi abuelo, que era hombre de orden y más recto que una vela, le hubieran quitado la cecina, se iban a enterar de lo que era la desobediencia civil. Porque si algo nos une en esta fragmentaria península de tendencias centrífugas es una devoción común por todo lo que se apellide ‘ibérico’, sea xamón, pernil o urdaiazpiko.
Pero ya lo cantaban hace años Pata Negra: «todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda». Pues ahora, además, da cáncer. Y es que, con tanta precaución y tanta renuncia en pro de la salud, no sabemos si viviremos más años; pero lo que está claro es que se nos van a hacer larguísimos, eso sí.