Hemos asistido esta semana al reparto de medallas –al estilo de aquel mago, o humorista, que no está claro, el catalán Màgic Andreu, que se las prendía él solito de la pechera cada vez que un truco le salía bien–, a cuenta del último recuento de parados en nuestro país. Y las cuentas, de momento, salen a pedir de boca de los gobernantes, porque hasta los relojes parados aciertan con la hora un par de veces al día. Así que, como siempre por estas fechas, los portavoces sacan pecho presumiendo del medio millón de empleos que han creado en el último trimestre, y los demás miramos hacia otro lado, como si no nos supiéramos ya el cuento aquel del empleo estacional y lo que sucede cada vez que comienza la temporada turística, que hace que mientras unos disfrutan tomando cañas, otros trabajen sirviéndoselas. Un intercambio que no está del todo mal, pero que debería colar como el gran milagro de gestión política que, año tras año, intentan vendernos. No debería, pero parece ser que cuela. Sobre todo, con las elecciones a la vuelta de la esquina, con lo que se hace imprescindible, para unos, que todo vaya extraordinariamente bien, y para otros, que estemos al borde del colapso.
La realidad, en cambio, sigue sus propios derroteros. Sobre todo, para aquellos ciudadanos que nos ocultan las estadísticas. Porque debajo de esos fríos números, tan profesionales, tan contrastados, tan útiles electoralmente, que sirven como arma arrojadiza para que los aspirantes a llevarse el mayor trozo del pastel los utilicen contra el enemigo, detrás de todo eso hay una realidad crudísima que habla de un país depauperado, en el que una inmensa minoría sobrevive no se sabe cómo y una gran mayoría viven sin vivir en sí, porque cualquier día les puede pillar un ere y acabar como Ada Colau antes de que le tocase la lotería electoral: de patitas en la calle y sin perro que les ladre.
Estábamos acostumbrados a que el paro fuera un simple dato económico, un indicador más, una luz en un panel que servía para poco más que para reprochar las políticas de unos y otros. Durante tres décadas hemos convivido con cuatro millones de parados como si fuera lo más normal del mundo, y nos hemos endurecido hasta la insensibilidad. Tal vez por eso esta crisis resulte todavía más dura, porque la solidaridad ya no es más que un difuso recuerdo de tiempos pretéritos, cuando todavía existían lo obreros y el mundo no se dividía entre ninis y emprendedores.
Que la hostelería vuelva a rescatar a unos cuantos españoles del paro siempre será una buena noticia, sobre todo para esas familias que podrán respirar durante el verano. Pero que los gobernantes se limiten a felicitarse por ello, y que ahí se acabe su guerra contra el desempleo, es una auténtica desgracia nacional.