Se llamaba Julio Pérez y le gustaba conversar; hablaba de todo y con todos, aunque disfrutaba especialmente cuando la charla derivaba hacia la cosa pública. Era vigilante de seguridad, y cuando le tocaba el turno en el Instituto de Biomedicina enseguida se notaba su presencia, porque a pesar de su prudencia no era precisamente de los que pasan desapercibidos. No, Julio no; él nos conocía a todos por el nombre y pegaba la hebra con los más madrugadores, a ser posible en inglés.
Apasionado pese a su actitud serena, sufría con el Racing y con la temporada en blanco madridista, aunque sus intereses eran tan variados que la conversación podía derivar hacia la política, el cine, la ciencia o cualquier tema de actualidad.
Y es que su gran afición era la lectura; en su oficio, cada cual combate las largas horas de tedio como puede, generalmente arropado por la electrónica. A Julio, en cambio, no le interesaban demasiado las pantallas, como no fuera para ponerse al día con la prensa. Él prefería los libros, y más que leerlos los devoraba. De dieta omnívora, lo mismo disfrutaba con Umberto Eco que con Pérez Reverte; la cuestión era leer, alimentar la mente. Retenía en la memoria centenares de lecturas, que luego comentaba y hasta le gustaba entresacar alguna cita. Le gustaba la ficción histórica y el thriller, pero también el ensayo o la crónicas de ‘Caballo de Troya’. Y era un lector desacomplejado, que había desarrollado su propio criterio literario, muy alejado de las modas mediáticas. Tras muchas conversaciones, llegué a regalarle algún libro mío, aunque nunca sabré si disfrutó con la lectura. Y es que se fue tan deprisa, en un suspiro… Una de esas desapariciones en las que no hay tiempo para la despedida.
De extraordinaria fortaleza y piel cetrina, cualquiera hubiera dicho que Julio era la viva imagen de la salud. Además, aún le faltaban un par de años llegar a los cuarenta, así que costó dar crédito a la noticia de que su páncreas había fallado, y de que el mismo hombre lleno de vitalidad y simpatía que veinticuatro horas había cumplido su turno en la universidad con absoluta normalidad ya nunca volvería. Que, cuando el jueves una voz extranjera sonase en el teléfono no estaría para atenderle, porque le encantaba practicar inglés y contar cómo su padre le había metido el gusanillo desde la adolescencia.
El viernes nos presentaron a un nuevo compañero de seguridad, porque el mundo es y siempre ha sido así. Nos vamos y nos reemplazan por alguien más alto, más fuerte, más joven. Julio no volverá, claro, pero tampoco se irá nunca, porque ya es parte de nuestra memoria. Y seguro que, donde quiera que esté, estará leyendo. Salud.