Qué hermosa es la vida cuando se acercan las elecciones. Se han dado cuenta, ¿verdad? Si casi se diría que viviéramos en un anuncio, donde todo es perfecto y hasta los colores brillan más. Como en mi calle, que hace apenas quince días parecía un barrio vulgar del extrarradio, de esos que se despachan con quince bombillas en navidades, y ahora sin embargo deslumbra en cada esquina, con sus pasos de cebra rematados en rojo pasión y blanco nuclear, y los aparcamientos de minusválido en un azul piscina que da ganas de irse allí de vacaciones y todo. Vamos, que desde que se deshinchó la burbuja inmobiliaria no había visto esta zona tanto trajín de brochas y monos de trabajo.
El milagro, que no podía ser otra cosa, del repintado callejero, se reproduce sin embargo en cada municipio de esta España en capilla, a la espera de resolverse quién ocupa las poltronas vacantes; en los pueblos con posibles, las cuadrillas de operarios emplean su contrato eventual en desbrozar caminos, y adecentar lo poco que la plaga de plumeros ha dejado visible de nuestra flora, antaño autóctona y hoy dejada de la mano de los políticos durante toda una larga legislatura. Sólo ahora, cuando se acerca el temido momento de pasar por las urnas, llegan las prisas y las ganas de maquillar las malas hierbas, que tanto y tan descontroladamente han crecido en los cuatro últimos años.
Pero llega la campaña electoral y esto parece la primera de Vivaldi, con pájaros en la ramas y flores en la economía. Hasta se terminan obras faraónicas que parecían imposibles de rematar, que acaban resultado extraordinarios fondos para esas fotos llenas de corbatas que lo mismo reconstruyen hospitales –más vale tarde, sí pero qué feliz coincidencia la finalización de las obras de Valdecilla…– que inauguran autovías sin peaje –bueno, eso en Asturias, porque entre Solares y Torrelavega debe de existir un agujero negro imposible de rellenar con asfalto–.
En realidad, todo sigue fatal, igual de mal que siempre, claro; pero al menos han llegado estas semanas de respiro, en las que los parados sin futuro tienen como consuelo la oportunidad de recordar buenos tiempos, y experimentar de nuevo qué era aquello de disfrutar de un puesto de trabajo, y cobrar un salario más o menos digno.
Sabemos que es sólo es pan para hoy, cierto, pero qué vamos a hacerle, si todo es parte de ese eterno juego en el que unos prometen y otros se dejan engatusar, como si no quisieran saber que sólo es un camelo. Eso sí, al menos podrían tener la deferencia de convocar elecciones todos los años, que no hay quien aguante la insoportable angustia vital de nuestra existencia tan vacía entre campaña y campaña.