Cuando Rodrigo Rato, el hombre que pudo reinar, estudiaba en Berkeley lucía una frondosa media melena de leve regusto hippy, algo así como un precedente del peinado Aznar que tanto éxito tuvo entre el pijerío patrio hace una década. Nada que ver, claro, con esa frente despejada con la que se ganó la fama de rey Midas en los noventa, merced a un milagro económico que su partido se autoatribuyó, menospreciando la importancia de Elliot y sus ondas del ciclo económico.
Sea como fuere, el bueno de Rodrigo ha pasado de ser el rostro de la excelencia –él salvó la última crisis, o eso nos vendieron durante décadas–, a convertirse en el chivo expiatorio de la crisis y el blanco del lógico descontento popular, críticas y recochineo incluidos.
Durante mucho tiempo pensamos que el destino de Rato lo había torcido Aznar, con la famosa libreta azul en la que estaba escrito –imaginamos que con tinta de oro– el nombre de su sucesor. Claro que en las memorias del expresidente desvelaba que Rajoy sólo había sido la segunda opción, después de que Rodrigo, como Pedro en el calvario, le negara dos veces. A buen seguro, esperaba mejores destinos, y la Moncloa se te tiene que hacer poca cosa frente a la posibilidad de tocar la campana de Wall Street como si tocaras la ‘happy hour’ de la economía mundial. Claro que entonces no sabría que la dirección del FMI aparejaba algún tipo de maldición; la sufrió primero Köhler, que tuvo que dimitir como presidente de Alemania por exceso de sinceridad –dejó entrever intereses económicos en la intervención militar prevista en Afganistán–, y la sufriría más tarde Strauss-Kahn, por asuntos de bragueta. A Rato, por su parte, le acusan de fraude y alzamiento de bienes; delitos de cuello blanco, sí, pero que le van a suponer una temporada entre rejas, y quien sabe si la ruina económica. Triste final para el rostro del capitalismo, aunque podría haber sido peor: podrían haberle acusado de crear la burbuja inmobiliaria, de la congelación salarial, de la privatización de España, S.A., o incluso del tongo de las facturas de la luz. Pero de eso parece que va a librarse, no sea que la realidad haga desteñir el cuento de la edad dorada.
Lo curioso es que nadie se diera cuenta de que algo fallaba con Rodrigo; alguien capaz de sacarse el doctorado durante su mandato como ministro, o es un genio con el poder de multiplicar el tiempo, o es un fraude. Le salvaba, claro, su ‘ángel’. Tal vez haya sido el único político popular con verdadero encanto personal; lo que no sabíamos es que no sólo era pícara su mirada, sino que la picaresca también acabaría salpicando su propia biografía, hasta convertirle en el ángel caído del neoliberalismo.