A medio camino entre la devoción y el papanatismo, los padres del siglo XXI nos hemos convertido en una especie de chóferes, pululando por las ciudades y colapsando el tráfico, para que nuestros adorados retoños no se pierdan ni un minuto de sus múltiples e interminables extraescolares, ésas que nos esquilman la cuenta corriente y además los chiquillos suelen hacer a regañadientes.
Será una especie de ley de la compensación universal, pero es gracioso que los niños del baby boom –o del ‘pollo frito’, que decían para reírse de Ramoncín antes de que se metiera en la SGAE– nos pasáramos el día desgastando suela de zapato, y ahora a nuestros hijos no les dejemos ni oler la calle sin vigilancia.
El problema, claro, es que tampoco tendrían tiempo; además del fútbol, el ballet, las clases particulares o lo que sea que se nos haya ocurrido para llenar sus tardes, el tiempo libre de los niños ha decrecido hasta casi esfumarse; un poco, lo que ocurrió con las familias numerosas, que hubo que hacer trampa reduciendo los requisitos, para que no pasaran a ser un recuerdo del pasado.
Y luego, para colmo, están los deberes. Esa pesada carga es hoy día más literal que nunca, porque hay que ver lo que pesa una mochila escolar; los pobres se ven obligados a arrastrar ese lastre a diario, como si la calidad de la educación fuera una cuestión de peso. Así, se pasan las jornadas transportando papel a sus espaldas, de casa a clase, del colegio a casa o la academia, y luego vuelta a empezar la tortura de Sísifo. Tiempo es ya de que, en medio de tanta ley protectora, se empiece a velar por las espaldas de los estudiantes, que aunque sea a regañadientes soportan toda la cultura humana condensada en unos volúmenes que pesan como piedras –y en muchas ocasiones resultan igual de aburridos–.
Su rebeldía, claro, es estirar las correas y bajar el punto de gravedad, que aunque estropee la columna, o precisamente por eso, tiene más ‘swag’ –que en traducción para los padres quiere decir que ‘es más vacilón’–, pero lo cierto es que cargan con tantos libros porque en los colegios les exigen demasiados deberes, como si no hubiera nada más que hacer en toda la tarde.
Personalmente, siempre he opinado que las tareas para casa, los odiados deberes, son sólo un indicio del fracaso educativo: si tienes que aprenderlo tú solo en casa, ¿qué demonios ha hecho el profesor durante una hora? ¿Perder tu tiempo y el suyo? Repasar y aplicar conocimientos está bien, pero esa prolongación del tiempo de aprendizaje se roba al ocio y a la vida familiar y social, que son tanto o más importantes que el desempeño académico. Esa es, tristemente, la evaluación continua: además de robarte las tardes: al final sigue habiendo exámenes. Una auténtica estafa.
[Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el 29 de marzo de 2015]