Imaginar la irrupción de Munitis y Colsa la semana pasada en el vestuario verdiblanco tiene que ser lo más parecido a un seísmo, uno de esos capaces de abrir fallas en la corteza continental y provocar más de una erupción volcánica.
Si para los aficionados fueron nuestros modernos prometeos –aquella vaselina a Casillas en El Sardinero y la posterior celebración, o el gol antológico de Colsa en París son el mayor alimento de los sueños racinguistas de este siglo–, para los jugadores la sensación tiene por fuerza que multiplicarse: ¿qué mejor guía podrían tener en el banquillo?
Más allá del tópico –a nuevo entrenador, victoria segura–, en esta ocasión no basta con recurrir a la fortuna para explicar que un equipo que hace una semana parecía condenado al desastre, el domingo renaciera con fuerza suficiente para arrollar al rival sin que apenas llegara a inquietarle. Poco importa que enfrente estuviera un Osasuna en hora bajas –que también buscaba un revulsivo con el cambio de entrenador, por cierto–; lo cierto es que el Racing saltó al campo con una actitud bien distinta, transmitiendo un fe absoluta en sus posibilidades y dispuesto a doblegar a cualquiera que se le pusiera por delante. Lo curioso es que la nómina de titulares fuera prácticamente la misma que el resto de la temporada ha ido naufragando partido tras partido. ¿Qué pudo haber motivado esta metamorfosis, radical y casi milagrera?
Durante casi una década, Gonzalo Colsa y Pedro Munitis imprimieron al Racing su impronta de entrega y humildad. Tal vez ellos no acaparasen los titulares y los flashes de los fotógrafos, ni firmasen la estrategia, pero si hubo una constante en los mejores años en la élite del club fue la presencia indiscutible de un tándem que no sólo resultó imprescindible, sino que hizo que todos los entrenadores que fueron sucediéndose terminaran por modificar sus sistemas de juego para adaptarse al estilo impuesto por las características especiales del ocho y el diez, dos jugadores que constituían la columna vertebral de un equipo que, más que al talento –que lo había–, se encomendó siempre al trabajo incansable y la voracidad por el triunfo.
Algo tienen, desde luego, estos dos jugadores, que les permitió en su día seducir a la grada, y ahora desde el banquillo conectar con unos futbolistas que hasta ayer parecían no creer en sus posibilidades. Tal vez saberse bajo la batuta de dos grandes, dos históricos, produzca esa espiral de confianza que permite afrontar cualquier reto. Pero también el especial carácter del tándem puede tener mucho que ver.
Estamos acostumbrados a ver a un Munitis irreductible, luchador hasta la extenuación y competitivo hasta más allá de imaginable. De Colsa siempre se habló como un diésel, de arranque lento pero incansable y de fiabilidad más que alta. En la distancia corta, sorprende la tranquilidad que irradian; especialmente el delantero, de carácter volcánico sobre el verde, resalta por su tranquilidad, por su gesto pausado y, una vez superadas la barreras de la timidez, su cercanía, poco habitual en un futbolista verdaderamente de élite. Claro que eso no engaña a nadie: en sus ojos brilla la picardía incendiaria de los apasionados. Colsa, por su parte, destaca por su espíritu analítico y una inteligencia que le permitía ser una especie de entrenador sobre el campo mucho antes de ocupar los banquillos.
Que su influencia ha resultado decisiva para variar el rumbo del equipo parece evidente. Ahora sólo hace falta que la fe del vestuario se expanda, como una especie de guerra santa, hacia la grada –que a pesar de la tristeza por Paco, apoyó sin fisuras el nuevo proyecto– y, sobre todo, hacia una sociedad que no debería dejar morir al Racing.