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Javier Menéndez Llamazares

Llamazares en su tinta

Piratas

«Tengas juicios y los ganes», reza una vieja maldición, a la que por desgracia parece que nunca le va a llegar la obsolescencia. Después de gastarse en abogados diez millones de euros, toda la fortuna amasada en años de honrado fomento de la piratería, algo así pensará Kim Dotcom, el excéntrico alemán que saltara a la fama cuando en 2012 el FBI cerró Megaupload. Al parecer, el juguetito infringía todas las leyes de propiedad del mundo mundial –en especial, la estadounidense ley SOPA, por supuesto–, hasta el punto de haber causado, supuestamente, unas pérdidas de quinientos millones de dólares a las diversas industrias que desde California se dedican a combatir el aburrimiento mundial con sus películas y su música pop.

Claro que el modo de cuantificar esas pérdidas resulta, cuando menos, discutible; no está claro que exista algún logaritmo capaz de calcular cuántos deuvedés o entradas de cine deja de comprar alguien que se baja las pelis de tres en tres. Cierto que mucho no va a contribuir al desarrollo de la industria, pero probablemente, aunque no hubieran descargado nada tampoco habrían pasado por caja o por taquilla a retratarse. Lo de pagar por contenidos no es algo que funcione demasiado bien, al menos en nuestro país, y en aquellos que se nos parecen. Nos guste o no, lo queremos todo gratis. Podemos apoquinar cien euros sin despeinarnos por unos vaqueros o fundirlo en copas, pero ¿por algo que se puede conseguir por la cara? ¿Estamos locos? Pues más o menos así es como funcionamos cuando nos ponemos el traje de consumidores de productos culturales. Y, aunque no lo parezca, tiene su lógica.

Para empezar, durante décadas se nos han ‘regalado’ unos contenidos que ahora resulta que tenían detrás autores, y además autores que pretenden cobrar por su trabajo. El ejemplo más claro es la radiofórmula, que lleva desde que se inventó el rockandroll ofreciéndonos gratis música día y noche. Claro que eso lo hacían para que acabásemos, cómo no, comprando el disco. La cosa empezó ya a torcerse con el invento del radiocasete, que tanto hizo por los noviazgos en los años ochenta, pero sonaban mal, se rompían y hacía falta mucho boli bic, para rebobinar y para rotular las cintas. El cedé, mucho más cómodo, dejó tocada a la industria con sus versiones ‘manta’, pero la llegada del mp3 y las redes acabaron con aquella vieja manía de pagar dos mil pelas por un disco. ¿Para qué?

Hoy día han cerrado casi todas las tiendas de discos, pero hay quien ha ganado mucho dinero con la revolución del mp3, mucho más que el tal Dotcom. Claro que con los proveedores de internet es mejor no meterse.

 

[Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el 14 de diciembre de 2014]

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Sobre el autor

Desde 2009 escribo en El Diario Montañés sobre literatura, música, cultura digital, el Racing y lo que me dejen... Además, he publicado novelas, libros de cuentos y artículos y un poemario, aparte de cientos de páginas en prensa y revistas. También me ocupé de Flic!, la Feria del Libro Independiente en Cantabria. www.jmll.es

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