Algo tienen los vaqueros de Wang que los hace especiales, un auténtico objeto de deseo; y no precisamente por su corte, por el tacto sensual del tejido o por nada que tenga que ver con la prenda, qué va. Lo cierto es que se lo deben todo a los anuncios con los que la firma ha pasado esta semana del reducto de los súper expertos al gran público lector o, más bien, devorador de imágenes.
El truco de Wang, que como su propio nombre hace sospechar es de origen asiático pero ha crecido mamando los principios de su California natal –‘in gold we trust’–, ha sido el más clásico que pueda imaginarse: recurrir al reclamo sexual, lo más explícito posible. La verdad es que en sus anuncios los vaqueros no se ven mucho, pero se compensa con la desmesurada cantidad de centímetros de piel que muestran sus modelos, y las más bien descaradas poses que ensayan, con juegos de manos incluidos que más que sugerir muestran a las claras que los pantalones seguramente sean lo mejor para el invierno, pues calientan mucho más allá de lo imaginado.
El caso es que nos creíamos ya inmunes al veneno publicitario, como un virus cualquiera que desarrolla resistencia a los medicamentos, y sin embargo no hacemos más que atragantarnos una y otra vez con los cada vez más burdos requiebros comerciales, que siguen funcionando de manera tan perfecta como lo hacían en el mundo antiguo, como nos demostraron los grafitis de Pompeya. Y es que aquello de que el buen paño se vende hasta en un arca no era exactamente como nos lo contaron; más bien lo que sucede es que, con la publicidad adecuada, nos compramos hasta el más infame de los trapos, y además a cualquier precio.
[Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el 7 de diciembre de 2014]
Cuando hace unos años arrancaba eso que llamaron crisis y que ahora parece ya el estado normal de nuestro mundo, el pan nuestro de cada día, el descenso de publicidad en los medios de comunicación resultó tan alarmante que incluso aparecieron anuncios en televisión defendiendo a los propios anuncios. La publicidad es necesaria, decían. Que no digo yo que no sea necesaria, o incluso imprescindible, para aquellos que se ganan la vida con ella, desde los actores y modelos hasta el pobre maquetador, los maquilladores o los agentes comerciales. Incluso está bien conocer qué nuevo juguetito electrónico podemos comprar este invierno o qué película ir a ver al cine. Pero sucede que en este mundo en que todo está a la venta, hay de todo y en demasiada cantidad. Hay tantas marcas, tantos productos, tanta oferta, que no hay más remedio que recurrir a la publicidad –la ‘propaganda’, que decían los abuelos–, y cuanto más impactante, mejor. ¿Pero es que no vamos a aprender nunca?