Que el mundo va a peor ya no es sólo una manía de los desencantados más veteranos, qué va, sino que cada día nos topamos con evidencias que demuestran empíricamente cómo vamos a menos. Si no, a ver cómo se explica esa depauperación que ha sufrido ‘El Pequeño Nicolás’, que ha pasado de ser el entrañable personaje de Goscinny a un insignificante villano de tercera división, un ‘wannabe’ del trapicheo ibérico, aspirante a figurón con carné de la gaviota al que de pronto se le ha acortado el aterrizaje. Claro que siempre será mejor entretenerse con bagatelas que afrontar la realidad del país, que está la cosa para ponerse a llorar por las esquinas de la política o para coger un avión hacia cualquier lugar, siempre que no sea desde algún aeropuerto de esos que sólo sirven como ruta del colesterol.
Y es nuestra cultura, la de la siesta y demás tópicos patrios, se está quedando en nada… Ya no sirve ni aquello de ‘pasar más hambre que un maestro escuela’, y no precisamente porque los gobernantes hayan decidido por fin dignificar salarialmente la profesión más altruista que existe, sino porque con el cuento de los recortes, las congelaciones y demás zarandajas, más que tasas de reposición parece que los gobernantes se empeñen en que los docentes acaben de reponedores de cualquier gran superficie. Como si de una venganza por la marea de protestas se tratase, la escabechina entre el profesorado pronto va a alcanzar niveles de las purgas de posguerra.
Y es que, como cantaba Molina, el futuro es muy oscuro, sobre todo en la función pública. Con excepción de cuatro afortunados, la última década tal vez sea el final de un oficio tradicional, de servicio a los demás, pero que también supone una de las pocas formas de independencia en este mundo neoconservador. Claro que no falta quien aspira a una plaza de funcionario soñando con un empleo fijo y seguro –aunque pronto descubrirá que se parece mucho al tesoro de Sierra Madre: no es oro lo que brilla, sino pirita–; sin embargo, para otros significa un modo ético de entender el trabajo y las relaciones laborales, sin amos ni plusvalías. Un pequeño paraíso de equidad en pleno infierno tardocapitalista. Otra manera de hacer las cosas, sin renunciar a estar en el mundo.
Pero parece que esa reliquia del pasado, esa vía alternativa de trabajar para todos, molesta a los gobiernos, con independencia de su signo. ¿Para qué mantener esa refinada fórmula de selección natural que son las oposiciones, si es mucho más práctico utilizar el dedo para favorecer a amigos y correligionarios? A fuerza de no convocarlas, hasta el término ‘oposición’ va a perder acepciones, para quedarse tan sólo en aquella actitud corrosiva de Groucho Marx: «sea lo que sea, estoy en contra».
[Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el 2 de noviembre de 2014]