Para unos será por Walter Scott y para otros por Duncan Dhu, pero en el fondo todos tenemos algo de escoceses. Y no precisamente porque anhelemos vestir falditas a cuadros, que alguno habrá, sino porque vivimos en la permanente encrucijada de la elección entre la pertenencia y la independencia. En realidad, no hace falta ser escocés para sentir esa dislocación entre la realidad y el deseo; ni siquiera ser catalán. A todos nos persigue cierta relación de amor y odio por el lugar en que vivimos, o en el que nacimos. Yo mismo recuerdo como penosos los largos años escolares, y más tarde universitarios, deseando abandonar mi ciudad natal a toda costa; cuando lo conseguí, sin embargo, pasé una década anhelando volver. Es la misma obcecación del que detesta el wasabi y sin embargo sigue probando un poquito más, o la paradoja de algunas amistades que más que disfrutar, sufrimos y sin embargo nos negamos a romper.
A los españoles, en general, nos sucede algo parecido. Somos capaces de sostener en la misma conversación el cliché de ‘como aquí no se vive en ningún sitio’, y a renglón seguido lamentarnos de que ‘este país de pandereta no cambiará nunca’. Tal vez ahí esté nuestra grandeza, en las contradicciones. Como en Escocia, queremos y no queremos ser lo que somos; casi mitad y mitad. Claro que nosotros, más castizos, somos de cuarto y mitad: sobrellevamos con resignación la suerte y la desgracia de ser españoles. Ya se sabe: los paquetes de ducados, las películas de Pajares y Esteso, la picaresca o la tortilla de patata. Puede ser hermoso, sí, pero a veces duele. Un país en permanente tormenta centrífuga, en el que es de mal tono lucir su bandera si no está jugando selección. Un pequeño milagro que inexplicablemente sobrevive desde que a los Reyes Católicos se les ocurrió unir sus herencias. Una realidad que parece completamente inamovible, pero que sobre todo existe en nuestras cabezas. ¿Qué ocurriría si en nuestro país se celebrasen consultas populares como en Escocia? Porque no sólo las comunidades ‘históricas’ tienen sus reivindicaciones; en mi pueblo, por ejemplo, los del barrio de la iglesia no se llevan con los del barrio de la escuela. Seguro que, de poder pronunciarse, iniciarían su propio proceso secesionista. Y es que cualquier frontera no deja de ser una línea imaginaria, y si lo dudan véanse el clásico ‘Pasaporte a Pímlico’.
En cualquier caso, en tiempos de la dictadura se explicaba, con mucha gracia, que España era ‘una’, porque si hubiera otra nos iríamos todos allí. Pero claro, de no ser españoles, ¿qué otra cosa podríamos ser? ¿Celtíberos? ¿Castellanos? ¿Franceses del sur o marroquíes del norte? ¿Alegres austrohúngaros? No, seguramente seríamos escoceses, en permanente día de referéndum sobre la independencia.