Lo antológico, diga lo de diga Handke, no es el miedo del portero ante el penalti, sino el terror del ‘speaker’ ante el silencio. Algo sólo comparable al temor ante la página en blanco que sufren quienes tienen por profesión llenar esas hojas de palabras.
¿Qué tiene el silencio para aterrar de tal manera al orador, hasta el punto de ser capaz de decir absolutamente cualquier cosa, de rellenarlo con lo que sea? Por más irracional que resulte, lo escuchamos demasiado a menudo, en la radio, en las retransmisiones deportivas de televisión, en los debates parlamentarios… La última muestra, rayana con el ridículo, se vivió en uno de los partidos del mundial de baloncesto, cuando al espíquer encargado de animar el cotarro se le escapó hasta el micrófono un deseo salido directamente del subconsciente. Despedía a unas animadoras de lo más resultón, las Dreamcheers, y sólo se le ocurrió hilar el sueño con el dormitorio y exclamar algo así como »quién pudiera pasar una noche con una de ellas».
Cierto que después se ha armado una borrasca monumental con todo este asunto, azuzado por los comentarios airados de una bloguera deportiva que, desde luego, nada tiene que ver las deseadas chirliders, y que no tardó en disparar con bala de cazar elefantes al locutor, al que rebajó poco menos que a la categoría de troglodita. Y que no es que le falte razón, que tal vez la tenga, pero lo irónico de todo esto es que estamos tan hechos a la doble moral, que cuando el más mínimo detalle rompe el statu quo nos rasgamos las vestiduras como si viviéramos en la mayor de las inocencias.
Y es que el espíquer, ciertamente, podría haberse ahorrado el comentario estúpido; puestos a rellenar, siempre es mejor decir tonterías o incoherencias, al estilo de las canciones de relleno de los elepés, que no intentar hacerse el gracioso y coronarse. Esto ocurre, claro, porque preparar un pequeño guión suele ser un trabajo demasiado arduo, y es más cómodo fiarlo todo a la improvisación. Claro que, en muchas ocasiones, los lapsus linguae nos pueden llevar al desastre.
Por supuesto que el hombre, un varón adulto, con aspecto sanote e inclinaciones evidentes, puede desear sin mayor problema pasar la noche con una mujer, por muy bailarina que sea. Lo que quizá no deba es expresar ese anhelo en voz alta, y mucho menos por la megafonía de un pabellón. Pero no porque pueda ofender a alguna de las personas presentes, como fue el caso de la bloguera enemiga de los instintos humanos. Qué va. No se debe decir, básicamente, por cierta urbanidad. Todos sabemos cómo funciona el mundo. Por qué cada uno está donde está. Por qué de fondo suena una canción del verano que repite una y otra vez »quiero pasar contigo una noche loca». Todos sabemos que el sexo vende. Sólo que cuando se hace de un modo tan evidente, pierde toda la gracia.