Después de Lealtad –el último recurso para girar a la izquierda que, irónicamente, le quedaba a Calvo Sotelo–, se anuncia que el ‘progreso’ llegará en breve también a la calle Rubio, uno de los últimos reductos del centro de Santander donde todavía podía sonar la flauta de dar con una plaza de aparcamiento. Y es que aparcar, un verbo que en la capital cuesta conjugar, si no es con la típica mueca de disgusto del que intuye el sangrante sablazo del parquímetro. Claro que, de continuar la tendencia, lo más práctico será regalar el coche, porque en breve lo de ir gastando alegremente gasolina por nuestra ciudad va a ser un recuerdo del pasado.
Que no es que esté mal lo de recuperar las calles para los peatones, que ya está bien de tanto humo y tanto ceder a la voracidad automovilística, pero una cosa es humanizar la ciudad y otra es proscribir a los que sufren la desgracia de pasarse media vida sobre las cuatro ruedas. Sobre todo, en una ciudad que se ha empeñado en expulsar a sus jóvenes al extrarradio, a base de precios inalcanzables, condenando a varias generaciones a una trashumancia perpetua desde la periferia al centro, donde siguen concentrándose gran parte de los servicios. Un tránsito del que quedará a salvo el centro, claro, diezmada no sólo su capacidad de absorción sino hasta la posibilidad de cruzarlo si no viaja uno en vehículo oficial.
Mientras la ciudad crecía en falso, presumiendo de barrios de lujo que en realidad son despoblados, sus ciudadanos han tenido que migrar dolorosamente, forzados a integrarse en esta cultura de miseria y gasolina que es el mileurismo de provincias. Y es que los nuevos pobres no sólo tendemos a la obesidad y el consumismo desmedido; también somos esclavos de nuestras posesiones, mientras soñamos con futuro lleno de rebajas y plazas de aparcamiento sin ola. Somos tan pobres que ni siquiera nos hemos dado cuenta todavía. Porque la verdadera riqueza de nuestros días no consiste en tener un automóvil más caro que el del vecino, sino en poder permitirse ir caminando por la ciudad, y no tener que sufrir el tráfico como el neoproletariado. Conducir es más que nunca de pobres.
Haría falta, al menos, un gesto de benevolencia para volver a soñarnos clase media, como favorecer los trenes de cercanías, pero día a día vemos cómo se descompone parte de lo poco que funcionaba bien en la región: la antaño impecable Feve parece sin embargo tener los días contados en su nueva vida de hijastra indeseada. Cualquier día, peatonalizarán hasta las vías estrechas.