Anda estos días el Ateneo de Santander de tiros largos, celebrando que lleva ya cien años dando voz y asilo a la Cultura con mayúsculas en nuestra ciudad. Y lo hace, además, en el Palacete del Embarcadero, uno de los recintos más coquetos que puede ofrecer esta ciudad de pitiminí a la que algunos ateneístas renombraron, no sin ciertas ínfulas, la Atenas del Norte, en los años más oscuros del siglo pasado.
Ha pasado ya un siglo desde que unos entusiastas del diálogo se empeñasen en la arriesgada apuesta de crear una casa para el debate, el arte, la ciencia y todo aquello que menosprecian las estrechas miradas que todo lo pesan en la balanza de la rentabilidad económica, en el beneficio inmediato. El Ateneo, entre tanto, ha sabido mantenerse en su sitio, ganando con el tiempo el encanto de lo atemporal, y consiguiendo, en lugar de envejecer, convertirse en un clásico de la vida social de la ciudad.
Con mayor o menor frecuencia, cualquier ciudadano inquieto acaba recalando en sus butacas tarde o temprano. De la misma manera, quien no ha presentado allí su libro no es nadie en las letras españolas, por ejemplo. Porque poco importaría la historia si no siguiera sirviendo de polo de atracción para todos aquellos que tienen algo que decir y mucho que aprender. Y de eso sí que puede presumir: no sólo suelen abrirse las cortinas que hacen la sala más ‘acogedora’; también cuelgan de vez en cuando el cartel de ‘aforo completo’, algo insólito en esta ciudad con centenares de actos y apenas decenas de espectadores. En la última ocasión, fue Álvaro Pombo quien tuvo el honor de conseguir el cerrojazo.
Yo recuerdo aún mi ‘primera vez’ como visitante del Ateneo; corría 2004 y acababa de instalarme en Santander. Asistí un curioso y enconado debate en el que políticos regionales de primera fila debatían sobre la identidad de Cantabria. En el turno de preguntas, un caballero defendió que la provincia habría estado mejor en la comunidad de Castilla, y uno de los ponentes, con inusitada rapidez de reflejos, repuso que fuera a la provincia de León a preguntar qué tal les había ido a ellos en la misma unión. En medio del fuego cruzado se forjó mi imagen del Ateneo como una institución impagable, que deberíamos mimar entre todos porque nos hace mucho más civilizados y, además, mucho más felices.
Después, he vuelto con frecuencia, a escuchar a Manuel Arce o Ramón Viadero y a tantos otros oradores como han lustrado esa tribuna. Aunque debo confesar que lo más me gusta de cada visita es conversar un rato con Ángel, uno de los empleados. Lo que tiene que saber ese hombre, tras toda una vida aprendiendo en el Ateneo.