Túnel de La Engaña. El eco de las voces enterradas (y III)
Manuel Mateos, que contrajo la silicosis en el túnel, sentado en el horno de La Engaña donde se cocinaban las paellas de los domingos. T. COBO
Manuel Mateos sobrevivió a dos graves accidentes dentro del túnel y vio fallecer aplastado a su capataz
Dionisio, ‘Ferrol’, Herrerías, Torcuato, Ignacio, José, Tomás, Amador. Son ocho de los hombres que fallecieron por derrumbes en el túnel de La Engaña. «Muertos por accidente sí hubo, claro. Pero fue la silicosis la que se los llevó a todos por delante. Y heridos, raro era el que se libraba». Manolo Mateos Giménez trabajó durante siete años en la perforación del conducto ferroviario y pasó por trances que ni él puede olvidar ni la historia debe enterrar. Manolo López Azcona, que fue mecánico en el abortado tramo del Santander-Mediterráneo, no encuentra palabras mientras camina entre las ruinas del poblado de la boca sur: «No puedo expresar la pena que siento al ver todo esto parado y abandonado».
Los dos Manolos tienen 76 años. Empezaron de chavales en las obras y eso les permite ser el eco fidedigno de las voces que resonaron dentro de la montaña mientras se excavaba la galería de 6.976 metros que atraviesa la Cordillera Cantábrica, entre la Merindad de Valdeporres y el Valle del Pas. «Cuando entré a trabajar en el túnel, en 1951, no se usaba mascarilla y se barrenaba en seco. Del polvo que se acumulaba, no veías al de al lado», ilustra Manolo Mateos. La situación mejoró cuando la empresa Portolés y Cía incorporó los martillos neumáticos con rociadores de agua.
Manuel López, que trabajó en los talleres de La Engaña, apoyado en el porche del edifico de la antigua estación, que funcionó como hospital del poblado. T. COBO
De aquellos polvos inhalados vinieron los lodos de la silicosis. Manolo Mateos la padece, «pero la aguanto bien. Yo creo que es porque bebía leche y más leche». Su hermano sí murió aquejado de la irreversible enfermedad del minero. Como tantos andaluces, extremeños, murcianos, conquenses, gallegos, asturianos, maños, la familia llegó a La Engaña desde Granada a principios de los 50. El padre se colocó de cocinero en la hospedería para operarios y encargados de obra. Manolo, con 14 años, comenzó como ayudante de cocina, pero, con 16, lo contrataron como palista para la cuadrilla de avance que horadaba el túnel. Falsificaron los papeles para que constara que tenía 18.
La voladura mortal
El equipo de avance se encargaba de romper la montaña. Abría un orificio de tres por tres metros que, después, el equipo de ensanche agrandaba hasta los ocho metros de ancho y seis y medio de alto que mide el conducto. Las dos brigadas utilizaban la pega eléctrica: taladraban un agujero o barreno que se rellenaba con un cartucho de dinamita y se hacía estallar con un interruptor. Tres golpes de luz avisaban de que había que desalojar antes de la voladura.
Cuando los dos Manolos tuvieron que hacer un alto en su vida laboral para cumplir con el servicio militar, en 1957, ocurrió uno de los accidentes más graves en la historia del túnel. «En la explosión murieron cuatro trabajadores», subraya López Azcona. «Los del ensanche no avisaron a los del avance de que iban a detonar la pega. El suegro de mi hermano y un amigo se mataron», relata Mateos Giménez. Torcuato e Ignacio. Esos eran sus nombres.
A su regreso, Mateos fue incorporado al ensanche. «Entré al túnel con el capataz. ‘Ponte y barrena ahí un poco’, me pidió, pero yo vi lo que había arriba y le contesté: ‘Yo no barreno ahí, ponte tú si quieres’. Me miró y me dijo: ‘¿Tanto miedo traes de la mili?». Fueron sus últimas palabras. «Cogió él la barrena y, en cuanto la metió, se le cayó encima una roca enorme. Tuvimos que hacer palanca con un raíl para sacarlo. Se lo llevaron hecho papilla sobre una chapa. Estuve mucho tiempo sin poder comer huevos porque me recordaban aquello. Quedó reventado». Dionisio. Así se llamaba.
«La mejor universidad»
Al margen de los episodios funestos, Mateos y López añoran aquellos años porque estaban contentos con sus oficios. «La Engaña ha sido para mí la mejor universidad y me abrió todos los caminos», admite Manolo López. A aquellos operarios se los rifaban después para trabajar en Bilbao, o incluso en Bélgica, como le ocurrió a su tocayo. En la antigua escuela de La Engaña, donde los demás vemos maleza rodeada de viejos muros encalados, él ve pupitres, compañeros y al maestro de Matemáticas. «La empresa daba permiso para acudir a clase dos horas al día».
De niño, López Azcona observaba con el ganado, desde lo alto de El Hoyuelo, todo aquel trajín de vagonetas, operarios, mulos y maquinaria en el valle. Anhelaba incorporarse a «esa movida». Empezó con 15 años de aprendiz en el taller mecánico y durante los ocho que estuvo en las obras se formó en electricidad, ajuste, soldadura y calderería. «Sólo nos metíamos al túnel cuando había averías, para trasladar los compresores o para cambiar una bomba de agua que fallaba. A veces nos gustaba incluso entrar para ver cómo iba la perforación».
Dentro, en la galería, se trabajaba a la luz de bombillas que colgaban de cables. Aunque en 1951 los turnos eran de ocho horas, pronto pasaron a ser de doce. «Entrábamos a las ocho de la tarde y salíamos a las ocho de la mañana siguiente. Cada quince días, se cambiaba el relevo y era al revés. Pasamos de avanzar 50 centímetros diarios en la perforación a 3 metros diarios», detalla Mateos. Las filtraciones de agua eran continuas y se acumulaba el barro. «Salías calado a tope, te metían en un camión de hierro y así te bajaban a Pedrosa, al descubierto, con un frío terrible».
Equipo de avance durante la perforación del túnel desde la boca sur. A la derecha, Manuel Mateos, que hoy (octubre de 2011) tiene 76 años, llegado desde Granada. / Samot
A Manolo le gustaba manejar su pala, aunque era peligroso. Tenía los mandos a un lado y se conducía de pie, sobre un estribo. Visualiza «como si fuera ayer» el día en que un desplome dejó sepultada su Inco 21 bajo una montaña de pedruscos. Por fortuna, él estaba apeado, a sólo unos metros. «En lugar de correr hacia fuera, corrí hacia dentro, y allí estuve mojado y en corriente hasta que desescombraron». Ocurrió en el mismo punto, mal reparado, en el que hubo sendos hundimientos en 1999 y 2005, entre los kilómetros dos y tres desde la boca sur.
El mulo salvador
Las condiciones de seguridad eran pésimas. Un domingo, al bajar del pescante de su pala, Manolo pisó de plano una enorme punta que sobresalía de un tablón. El clavo le atravesó el zapato y el pie de parte a parte. «Me hinché entero. Tenía miedo de coger el tétanos porque aquello siempre andaba lleno de cagadas de mulos». La presencia de uno de estos animales que tiraban de las vagonetas de desescombro fue providencial para salvar la vida de Manuel en otro apuro.
«Por no molestarse en ir al polvorín, metían la dinamita dentro del túnel, en una caseta. Aquello prendió una noche. Menos mal que los detonadores estaban fuera. Se apagaron las luces. Nos ahogábamos. No veíamos. Conseguí tumbarme junto a la boca de una tubería de ventilación para respirar. Entonces oí a ‘El Chato’: ‘Agárrate a mí, que voy a coger la cola de un macho y verás cómo nos saca’. Funcionó, pero el mulo y ‘El Chato’ cayeron en un pozo lleno de agua de los que se usaban para apilar la que brotaba en el avance, que luego se sacaba con bombas», rememora Mateos. «Salimos como pudimos. Yo echaba sangre por los pulmones. Todo el relevo quedó inutilizado». Eran el capataz, seis barreneros, cuatro peones, un palista y un ayudante. No murió nadie.
Los lisos asesinos
La mayoría de los fallecidos en accidentes sucumbían aplastados por lisos (rocas planas que se desprendían). Una de las víctimas fue ‘Ferrol’. «Le llamábamos así porque era de allí», aclara López Azcona. «Le cayó un liso que se despegó de la bóveda. Salió muy fastidiado. Lo vi cuando lo llevaban a la clínica. Le pidió a la enfermera, Mari Carmen, que le diera un beso, y ella accedió. Le pusieron morfina y enseguida murió. También a Herrerías, que era un buen encargado, lo pilló un liso y lo mató en el acto».
En 1959, perdió la vida por la misma causa Amador Vilches, en la parte de Vega de Pas. Llegado desde Granada, tenía 30 años, estaba casado y era padre de cuatro hijos. Su entierro se recoge en un reportaje sobre las obras del túnel publicado el 9 de mayo de 1959 por la revista ‘Blanco y Negro’, y se le cita como la víctima mortal número 16. Para entonces, la perforación había concluido, pero no las obras, que finalizaron en 1961.
El 17 de abril de 1955, ABC informaba en un breve de la sección de sucesos del fallecimiento de José Morante, de 19 años, al caer sobre él parte de la bóveda del túnel, en Vega de Pas.
Otra sucinta nota narraba el 3 de octubre de 1957 el desplome de una mole de piedra que mató a José Tomás Calixto, de 25 años, y dejó herido de extrema gravedad a Miguel Conejo, de 30. No hay rastro de los posibles óbitos entre 1942 y 1950, antes del cambio de empresa adjudicataria, cuando la carga de la obra recaía sobre reos políticos.
«Los 500 primeros metros del túnel los hicieron los presos en los años 40 y son los que mejor construidos están», asevera López Azcona. Y eso que los prisioneros del destacamento penal que se le asignó a la primera empresa, Ferrocarriles y Construcciones ABC, apenas disponían de otra cosa que no fuera pico y pala. Con la constructora Portolés y Cía, el ritmo se aceleró en los años 50, «pero se hicieron chapuzas. Se iba a correr, no a hacerlo bien. Se ponía más piedra machacada y arena que cemento», afirma el por entonces mecánico.
Buen recuerdo de los presos
La horadación del túnel comenzó por la boca sur, y el destacamento de 370 presos republicanos del lado burgalés estaba en Rozas, a dos kilómetros de La Engaña y a 500 metros de la taberna de Fanio, en San Martín de Porres. A sus 98 años, la viuda de Epifanio, Isabel López Ruiz, recuerda con cariño a aquellos hombres. «Les daban mucho trabajo y poco de comer. No eran malos, eran buena gente. Se escabullían del destacamento para venir a tomar unos vinos, cuando tenían perras. Si los guardias se daban cuenta, venían a buscarlos, pero les ayudábamos a escapar por el pajar».
Los reclusos no tenían intención de fugarse: con los trabajos forzados redimían las penas. Sus jornales estaban intervenidos por la Jefatura de Prisiones, y se enviaba una mísera parte a las familias de los reos. Sólo podían quedarse directamente con el dinero que sacaban de las horas extras y el que obtenían con las labores que hacían en el campo.
«Venían a ofrecerse por las casas a cortar hierba o lo que tocara y, a medida que los fuimos conociendo, los aceptamos con confianza. Les decíamos que se quedaran a merendar o a cenar una tortilla o unas patatas cocidas con torrezno y luego volvían a ayudar con una energía de mucho cuidado. Pasaban mucha hambre. Algunos eran instruidos. Nos dejaron de todo. Malo, poco», cuenta Manolo López Azcona, que por entonces era un niño.
Uno de aquellos presos, cántabro, fue padrino del hijo de Isabel, la viuda de Fanio. Se benefició del indulto que otorgó la dictadura en octubre de 1945. «Salieron treinta de golpe, entre ellos mi padrino, Raimundo Arnaiz. Del ansía de libertad que tenía, echó a andar hasta Villaverde de Hito, a 40 kilómetros, donde vivía su familia», narra José Manuel López, el ahijado, de 63 años.
Apenas quedan expresidiarios vivos. Ninguno en Valdeporres. En Vega de Pas, donde en 1943 el destacamento penal de la empresa ABC tenía 190 reclusos, en la finca del doctor Madrazo, aún resiste José Navarro, al que se le conmutó la condena a muerte. Fue uno de los convictos que obtuvieron la libertad condicional, pero siguieron en las obras del túnel porque pesaba también sobre ellos la pena de destierro. José no podía regresar a Murcia y se quedó en la Vega. A sus 97 años, no desea volver a hablar del túnel. Los recuerdos ya sólo le hacen daño.
«No hay derecho»
Con su misma edad, Florencio López López sufre al contemplar el túnel inundado y el pueblo en ruinas. «Vengo y me da dolor de cabeza. ¡Lo que te obliga a ver la vida!». Se emociona al recordar la hospedería. «Era mucho mejor que muchos hoteles». Florencio no trabajó en el túnel, sino en las complejas mediciones previas desde Santelices hasta Yera. Pasó muchas horas en el monte cargado «con un cacharro de 25 kilos». Con el topógrafo para arriba y para abajo, acompañaba a los ingenieros.
Todos los que dejaron parte de su vida en La Engaña están convencidos de que el túnel es recuperable. «El escollo era hacer el agujero y eso está. Se trata de abrir un paso entre Santander y la Meseta, no hace falta que sea una autovía», enfatiza Manolo López. «Bastaría con desescombrar y poner uno o dos anillos donde se ha hundido. Ya hay 40 centímetros de agua en la boca de Valdeporres, que está más alta, así que no quiero ni pensar cómo estará dentro. Eso se saca en un día de trabajo con una retroexcavadora», se desespera Manolo Mateos.
«No consigo expresar la impotencia que siento por no poder animar a los políticos a que den a esto una salida», se lamenta López. «No hay derecho a que las malas administraciones hayan dejado arruinar tanto trabajo», se duele Mateos, mientras recorre las derrotadas estancias de la hospedería. «Que hagan algo, aunque sea para veraneantes». Las voces que abrieron la montaña se apagan con el paso del tiempo. Cada vez son menos los que pueden contarlo en primera persona y su frustración crece con el olvido de quienes pueden hacer algo más que escucharlos.
(Pedrosa de Valdeporres, a 9 de octubre de 2011)