Nieve negra
Argentina. 2017. 90 min (16).
Director: Martín Hodara.
Guión: Horada y Leonel D’Agostino.
Intérpretes: Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Laia Costa, Dolores Fonzi y Federico Luppi. Coproducción Argentina-España.
Género; Thriller.
Salas: Cinesa
Arde el dolor caliente del pasado posándose sobre las cosas. Objetos, papeles escondidos, una casa. Pero también, y sobre todo, deudas, secretos, legados emocionales. En ‘Nieve negra’ todo está destinado para que la pira se encienda marcha atrás, pero el drama latente, el interior y el superficial, se queda en un frío infierno. El endeble guión, su inestable sustento, las redundancias innecesarias, el abuso de flashbacks desintegra esta mezcla de thriller psicológico y latido de sombras, sólo sostenido por unos intérpretes fantásticos que defienden con brío perfiles muy planos. Tragedia familiar muy afectada y subrayada, la cinta argentina desaprovecha la ecuación entre paisaje y conflicto en la que sitúa Martín Hodara su primera película como director en solitario tras su colaboración con Ricardo Darín en ‘La señal’. El pulso entre dos hermanos que se repelen y atraen en función de los acontecimientos que evocan, o tratan de disfrazar, es el eje convulso de una trama que busca la complicidad del simbolismo de la naturaleza con más ilustración que hondura: los lobos, el aislamiento, esa violencia profunda y de raíz, lo rural, lo opresivo y acotado de una vida salvaje. Con una excelente fotografía y la coartada de un paisaje como el de la Patagonia el juego de espejos que propone el cineasta entre pasado y presente, entre los hechos acontecidos más de treinta años atrás y el precio del tiempo, resulta muy forzado y con tempos muy desiguales. Tarda mucho Hodara en agitar la materia prima de la rivalidad, de la condena y la redención. Cuando la hace la esencia del dama resulta ya cansina, agotada. El cineasta abusa de las constantes miradas fragmentadas del pasado que diluyen las posibles emociones y desgastan los enigmas. Es verdad que al inicio hay transiciones integradas con elegancia, travellings y miradas que funden el ayer con el hoy entre espacios, estancias, escenarios y actos paralelos, complementarios o simétricos. Pero hasta ahí. El resto es una previsible acumulación de señales, gestos y actitudes que desmienten las tensiones y que solo encuentran cierta argamasa y coherencia en la entrega de Sbaraglia, Darín (pese a encarnar al personaje con más posibilidades pero menos recorrido) y Laia Costa. El veneno licuado por el tiempo que se inocula entre los fotogramas es enunciado pero nunca sentido. Conciencia y culpa asoman al fondo. Pero no hay intensidad y tampoco ayuda la aceleración forzada del tramo final que estrangula el clima y la gravedad trágica e intimista a la que los hechos apuntaban. Una pesadilla de poderosa enmarcación visual que pierde su esencia en un débil y frágil ecosistema criminal.