La gran muralla
China. 2017. 104 m. (7). Acción.
Director: Zhang Yimou.
Intérpretes: Matt Damon, Pedro Pascal, Willem Dafoe, Andy Lau, Jing Tian, Zhang Hanyu, Eddie Peng, Lu Han, Kenny Lin, Ryan Zheng, Cheney Chen.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Cabe en este cineasta de altura un vértigo de ligereza que le devuelve epatante y casi irreconocible. El director de ‘Sorgo rojo’ regresa transformado en un zascandil de géneros, muy lúdico eso sí, para firmar esta coreografía entre la extravagancia y el populismo de acción pop. Con ‘La gran muralla’ a veces uno no sabe si está en una verbena con disfraces, en un desfile de moros y cristianos en Alcoy, o en un espectáculo franquicia del Circo del Sol. Como coartada Zhang Yimou se ha buscado al actor Matt Damon, en horas bajas, para firmar este festival aparatoso de bestias insaciables como orcos, una pareja de ladronzuelos que parece un esqueje de ‘Arma letal’ y una parafernalia de efectos y secuencias de acción entre volatines, tambores y guerreros que danzan, todo ello sobre la gran muralla y su entorno. La cosa se queda a medias entre la postal digital, la desmesura colorista y ciertas huellas de sus dagas voladoras, pero sin finura. Como baúl de los recuerdos comercial no tiene precio. El primer filme de Damon en China y primera incursión en inglés del cineasta de obras maestras como ‘Semilla de crisantemo’, ‘La linterna roja’ y ‘El camino a casa’, se inclina aquí por lanzarse a tumba abierta, como las hordas de reptiles que amenazan a los protagonistas, por la ladera del espectáculo visual pero vacío de grandeza y sin llegar tampoco al ejercicio de estilo. La gran muralla es un pastiche de su cine y del de otros, donde todo es apariencia y demostración de capacidad visual peo como en artefacto de feria, sin alma. Yimou abre una mirilla para que nos asomemos a un mundo, entre antiguo, mitológico y posmoderno, y cuando se acaba la moneda nos quedamos ciegos. Dura lo que se prolonga el efecto de turno. Hasta seis guionistas han metido mano en este cóctel de virtuosismo estilístico en el que apenas asoma el cineasta mayor que Yimou lleva dentro. Frente al espectáculo visual que trata de imponerse todo resulta hierático, agarrotado, desde unos personajes acartonados a una trama enquistada que nunca evoluciona y se mantiene aferrada a dos o tres factores humanos y de leyenda sobre los que gira como un bucle interminable. La excelencia militar, cierto elogio de las tradiciones, el canto a la amistad recorren la trama entre desfile de abusos panorámicos y la facilidad del cineasta para manejar el color como un personaje más. Todo es dispar y disperso en este cuento de sentencias pretenciosas que si pretendía mostrarse alternativo se vuelve convencional y monótono. Fantasía algo cansina, los arquetipos sólo tienen vuelo cuando los efectos toma el mando. Producto de alianza comercial entre las civilizaciones del marketing en su fusión todo resulta tan ampuloso como exento de hondura. Con toques de western y guiños a los clásicos de la aventura uno tiene que llamar a las puertas de esta muralla para escuchar el eco de una gran cineasta, muchas veces atado por su país, aquí al servicio de una megaindustria que intenta abrir un boquete en la caja fuerte de las fuerzas dominantes.