Cigüeñas
EE UU. 2016. 89 m. (TP). Animación.
Directores: Doug Sweetland y Nicholas Stoller.
Salas: Bonifaz. Filmoteca. Próxima semana
La enérgica, chillona y gamberra tendencia de un nada desdeñable director de comedia, Nicholas Stoller, cineasta de ‘Todo sobre mi desmadre’ y la saga de ‘Malditos vecinos’, se funde desde el guion y la codirección con el debut en el largometraje de Doug Sweetland, responsable del corto de Pixar ‘Presto’. Aquí la animalada de turno, el bebé cabroncete y uno de esos argumentos dron que sobrevuelan casi todo pero a veces no tocan nada se convierte en el alocado mundo de ‘Cigüeñas’. La idea fundacional estriba en una factoría de bebés en paro y en su nuevo reparto, cuya inocencia se envuelve en el celofán moderno de mezclar internet, cubrirlo todo con una capa irónica sobre la reproducción y producción de la maquinaria capitalista y a la postre volver a hacer un canto a la unión familiar con más velocidad que ritmo y mucha apropiación y superposición. Acumular suele ser sinónimo de exceso, no siempre de riqueza, y el batiburrillo visual de ‘Cigüeñas’, sin negar el despliegue técnico que hace ya tiempo ha alcanzado el presente de la animación, se traduce en atropello, en febril carrera hacia ninguna parte. Se busca la gracia más en la aceleración que en las claves argumentales de una especie de elogio de la paternidad que avanza demasiado deprisa sin encontrar un vínculo emocional. Tanto artificio resulta dañino para que salte la chispa de esa magia que poseen en su interior muchas de las cintas de animación, de Pixar a lo tradicional, que se han sucedido en estos años. ‘Cigüeñas’ explota esa veta consistente en solapar los golpes de efecto, en caricaturizar con trazo grueso los personajes y sus representaciones y dotar al engranaje de un motor imparable como de comedia salvaje y resacón. Pero el problema surge cuando se confunde locura animada con ruido, y aquí predomina el ejercicio de gimnasia narrativa que agita pero no convence la sentimentalidad del tramo final, la comicidad sensible y el gamberrismo de voces y situaciones. No ayuda la escasa conjunción entre el debutante y el guionista avezado que siempre busca desatar la acción sin que nada lo justifique. A veces el primero ha metido la quinta marcha y el otro apenas ha mostrado un resquicio de serenidad. Es un relato caótico en el que no acaba de vestir adecuadamente el traje de animación infantil con el gag tomado de las comedias corales juveniles. Este viaje, en modo Amazon, para entregar un bebé alterna las sombras de lo que pudo ser una comedia desatada sobre alumbramientos, maternidades y paternidades, y el festival pirotécnico a veces cargante sobre la distribución acelerada de bebés. La lucha silenciosa con los pingüinos y la transformación de los lobos son dos excepciones brillantes en una historia más preocupada por sobredimensionar y la hipérbole formal que por cuidar esa delgada línea de asociación y empatía que convierte los despliegues técnicos y estéticos en deliciosas narrativas de la emoción.