Elle
Francia/Alemania/Bélgica. 2016. 130 m. (18). Drama.
Director: Paul Verhoeven.
Intérpretes: Isabelle Huppert, Laurent Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira.
Sala: Peñacastillo.
Esta seca, valiente, sutil e inquietante turbación se abre de golpe y con golpe bajo. Desde ese momento de violencia masticada y sin respuestas el espectador sabe que estará obligado a buscarlas aunque a lo mejor no existan. Ha vuelto el maltratado Paul Verhoeven, el cineasta de olvidadas joyas como’ Delicias turcas’, en su etapa holandesa, o el director en boca de todos, entre la comercialidad y el lugar común, tras ‘Instinto básico’ y ‘Robocop’. Siempre cercano a parábolas que no parecen serlo, a metáforas aparentememente frívolas y con aire jocoso, sin darse importancia, la personalidad visual de Verhoeven regresa en ‘Elle’ con fuerza, descaro y sutileza. Retrato femenino, y a su manera ¿feminista?, en su debate y pulsión subyace la polémica y un irónico e implacable retrato familiar y social. Lo importante son los pliegues que irá descubriendo cada espectador en esta radiografía perversa y turbadora del deseo y sus leyes no escritas, de sus pavorosas estancias, de sus manifiestaciones y expresiones siempre tan inabarcables como insondables. ‘Elle’ es una patada en el estómago que en primera instancia parecía una caricia en la nuca, un soplo al corazón. Fría pero certera, tras la historia de esta madura empresaria del mundo de los videojuegos que vive una experiencia traumática y emprende una delicada huida hacia adelante (como si desnudara a cada uno de los personajes que tiene delante y a su alrededor) se postula como una simbólica inmersión en la mirada de nuestro tiempo. La mirada culpable o la que ya nunca puede ser inocente, la contaminada y la hipócrita. Verhoeven se acompaña de un animal de la interpretación, Isabelle Huppert, que aquí despliega todo un festival inmenso de matices, sugerencias, detalles, personalidad que convierte a sus personajes, sobre una novela de Philippe Djian, autor que propició ‘Betty Blue’ y ‘El amor es un crimen perfecto’, en uno de los más intensos del cine de los últimos tiempos. El cineasta, que no comparecía desde ‘El libro negro’, agita las referencias a Buñuel, envuelve su retrato social y el juego de máscaras –en este caso el de la alta burguesía parisina- en esa atmósfera del mejor Chabrol y, aunque sin llegar a la densidad de Haneken, dibuja un microcosmos donde nada es lo que parece y donde la impostura, la simulación y los convencionalismos sólo son tapaderas, cortinas de humo y falsas cerraduras en busca de una segura mentira. Entre el enfermizo suspense, la mutación constante, las capas de sofisticación y provocación intercambiándose funciones, la ácida y cáustica mirada (las reuniones para analizar los contenidos de los videojuegos son una constante lección sobre la mirada contemporánea) y el retrato de mujer –en ocasiones lo patológico recuerda a ‘La pianista’– con Huppert y todo su infinito talento, Verhoeven compone una mórbida y extraña tela de araña. El resto, los perfiles subliminables, las interpretaciones íntimas, los juicios morales quedan en manos del espectador. La paradoja reside en que lo provocativo y retorcido se presenta con una serenidad pasmosa, ajena al exhibicionismo de nuestros días. Como el gato de la película somos testigos oportunos de una pecera en la que el personaje de Huppert y quienes la rodean sobreviven en un pequeño océano moral. A nadar o a ahogarse.