Tarde para la ira
España. 2016. 92 m. (16). ‘Thriller’.
Director: Raúl Arévalo.
Intérpretes: Antonio De La Torre, Luis Callejo, Alicia Rubio, Manolo Solo, Font García.
Cinesa y Peñacastillo
La ecuación es tan rotunda como sólida. Aspereza y dolor. Venganza y resentimiento. Piel y sangre. Raúl Arévalo sabe lo que se hace. Su ópera prima parece la creación de un cineasta experimentado, eficaz, sin retórica ni manierismos, exento de subrayados de estilo y limpio de excesos. Lo mejor de ‘Tarde para la ira’ reside en su transparencia, en su falta de pretenciosidad, en su rigurosa forma de narrar. Hay quizás alguna arritmia y un retorcido sudor o regocijo en la autosuficiencia al ser muy consciente de que trabaja con un material que sangra verdad. El actor/director sale a la calle, la pisa, es carne de bar y de barrio, habla de lo popular y de lo desgarrador, a veces vasos comunicantes, otras compañeros forzados; y, sobre todo, mima a los personajes, o lo que es lo mismo, sabe que cada perfil debe ser encarnado por determinados rostros. Su cine es una inmersión en la cartografía de las miradas con hondura y silencios elocuentes. Una historia de muertes azarosas, violencia que supura violencia y querencias inesperadas. Una narración donde la ausencia genera presencia, y viceversa. Es cierto que la película huele al rastro de otras cintas, que los personajes, sin ser estereotipos ni mucho menos, exudan empatía de otros tantos tipos con idénticas inquietudes y similares vacíos. Pero Arévalo, con intensidad y contención, al margen de recreaciones dramáticas facilonas, va trenzando una maraña agónica, claustrofóbica, en la que el espectador se ve envuelto. desorientado en ocasiones, errante otras, convencido de lo previsible que nunca llega, o lo hace demorando la tensión, el desgarro, el desmayo. ‘Tarde para la ira’ equilibra el montaje, la paciente mirada sobre los detalles y ese engranaje sin fisuras que deja al testigo adherido a un mapa de heridas abiertas y pesadillas. Hay en el cineasta primerizo aplomo y verdad y eso no se puede decir de muchos. Sabe lo que quiere contar y tienes ganas de contarlo y ese es otro lugar común cada menos frecuentado o, al menos, amenazado por la impostura y la hipocresía. Raúl Arévalo administra y gestiona las anécdotas con idéntica frescura y apego que las cosas aparentemente importantes. Es un filme sin escape, seco como un western árido y sucio porque nunca pretende camuflar ni adornar. La fatalidad es el aroma, la supervivencia el perfume y la sangre, la fragancia. El resto es destino, fragilidad y miedo. Para potenciar esas cargas de profundidad el director cuenta con unos misiles precisos y contundentes, ese puñado de excelentes intérpretes, medidos y ajustados, desde el silente De la Torre a ese trayecto sufriente de Ruth Díaz. Redención, venganza, estigmas, memoria reconcentrada y esa extraña convivencia entre thriller y bofetada rabiosa. Sin tregua y con mucha bilis. Un rodaje que se antoja apasionado y que se siente físico y brutalmente cercano.