Mi amigo el gigante
EE UU. 2016. 117 m. ( ). Fantástica.
Director: Steven Spielberg.
Intérpretes: Mark Rylance, Ruby Barnhill, Penelope Wilton, Jemaine Clement, Rebecca Hall
Salas: Cinesa y Peñascastillo
El tamaño de la fantasía importa. También el de la imaginación, el de la destreza tecnológica y el del desbordante álbum de deudas, afectos y encantos que nos crece dentro. Pero también está la emoción que puede ser diminuta y frágil, o colosal y rotunda. El último Spielberg es un descomunal y prodigioso artefacto que asombra desde su punto de partida sin vacilaciones y te deja noqueado en muchas de sus secuencias por esa pericia de lo fantástico que el cineasta de ‘Tiburón’ lleva en sus entrañas. Y, sin embargo, la ecuación, siempre delicada y sutil, entre deslumbramiento y seducción no funciona en ‘Mi amigo el gigante’, esta adaptación fiel, respetuosa, ceremonial del cuento de Roald Dahl sobre una niña que se alía con la reina de Inglaterra y con un gigante bonachón para impedir una invasión de malvadas criaturas que se preparan para comerse a todos los niños/guisantitos del país. Bajo la partitura inmensa pero hipermanoseada de John Williams asistimos a una verdadera sinfonía sobre la identidad y nuestro lugar en el mundo (otra vez los tamaños) y la diferencia como territorio para ser abonado por la dignidad. ‘Mi amigo el gigante’ es cíclope y titán en lo formal, en su demostración de gigantismo visual pero sin efectismo, con una fina poética que apela al humor y hace de la técnica un personaje. Todo a través de una textura que no es de dibujos animados ni del todo real. La’captura de imagen’, los ordenadores, la traslación de actores… construye este mundo de fantasía que el cineasta de la infravalorada ‘El puente de los espías’ convierte en un ecosistema familiar, un ‘E.T.’ siglo XXI en lo formal pero con las hechuras de un Dickens o la visualización fantástica de ‘Las aventuras del barón Munchausen’. Pero ‘Mi amigo el gigante’ también es fría, distante y deja la sensación de que al acercarse al fuego de esa hoguera deslumbrante no hay calor alguno. Lo agridulce del relato que destila esa extraña pareja, la niña huérfana y el gigante bonachón, es un retrato de la marginalidad y de la necesidad de afectos, aunque conmover también tiene su dimensión, aquí distante y falta de pasión. Es un Spielberg coherente, fiel a sí mismo, al pie de la letra, con una apabullante maestría para mezclar personajes reales, animación, lo virtual y lo natural e incluso dejando un aroma de cuento antiguo, pero lo onírico, el material de los deseos, nunca asoma del todo, como si el cineasta se hubiese dejado, igual que el gigante del relato, los sueños encerrados en un tarro de esencias que nunca percibimos. El tamaño preciso se revela en que el cineasta de ‘Las aventuras de Tintín’ hace de lo pantagruélico un elogio de la sencillez. El tamaño desigual, sin embargo, se desvela en que tanta apelación a la imaginación parece el fragmento errante de un iceberg huérfano tras el calentamiento de la narración. No hay magia salvaje. La infancia, no obstante, nos mira desde este espejo temático con un reflejo de frialdad y fascinación que abre y hiela los ojos.