Dioses de egipto
EE UU. 2016. 127 m. (7). Fantástica.
Director: Alex Proyas.
Intérpretes: Gerard Butler, Nikolaj Coster-Waldau, Geoffrey Rush, Brenton Thwaites, Courtney Eaton, Chadwick Boseman.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Esperpento disparatado –y perdón a lo ‘valleinclanesco’–, bodrio digitalizado a modo de catálogo de cromos pseudomitológicos y ridiculez faraónica. ‘Dioses de Egipto’ puede aspirar al peor filme de las últimas temporadas, y eso ya es mucho. Su director Alex Proyas dijo recientemente que la crítica está trastornada, un diagnóstico que se ratificará y acrecentará tras visionar esta bacanal de ruido y vacuidad con aire de fanfarria y ceremonia pomposa que no podrá ni competir con el peor partido de la Eurocopa. Proyas vivió de la maldición que rodeó su filme ‘El cuervo’, avanzó con solidez y riesgo en lo oscuro con ‘Dark City’ y apostó por la comercialidad con la distópica ‘Yo, robot’. Su incursión falsamente monumental en ‘Dioses de Egipto’ resulta ridícula. El arranque de esta enésima colisión entre deidades y humanos está más cerca de un concierto de Enrique Iglesias que del cartón-piedra de Cecil B. DeMille. Un pastiche engolado, atiborrado de pastillas digitales y con aire marcial Los desfiles de algunas fiestas tienen más capacidad dramática que este engendro que discurre envuelto en la exageración más radicalmente falsa. Su ejercicio de ficción a medio camino entre el videojuego y la pantalla de móvil se antoja irrisorio y grotesco. A lo ‘300’, pero con decorado patético e ínfulas de opereta paródica, el filme se prolonga durante más de dos horas plomizas de plagas de épica de pandereta, celestiales cantos y enfrentamientos con cierto guiño al cine camp. Nadie puede tomarse en serio semejante artefacto hortera, pero lo cierto es que la cartelera mientras impide el paso a títulos premiados en festivales o retrasa el desembarco masivo de las versiones originales, deja acomodarse a semejante pomposidad (o es ventosidad?) virtual que arranca como un mitin fanático y se instala en el caos de un guión que parece haberse escrito a golpe de parchís. Todo falazmente ampuloso, engordado, extravagante y carnavalesco, sin un solo momento de cordura dramática en esta reunión festiva. El nuevo péplum pixelado nunca alcanza el grado de exotismo que justifique una incursión jocosa como esta. Nicolas Coster-Waldau y Gerard Butler compiten en nadería y Geoffrey Rush revela que está tan incómodo como ajeno a lo que se intenta contar. Estamos ante un blockbuster con fecha de caducidad, entre lo inverosímil y la fantasía enlatada y una miscelánea de disparates y desatinos de antología. Como detritus curioso y extravagancia estrafalaria la invitación al cachondeo visual podría tener un pase. Lástima que esa sensación sea pasajera. El resto es un plomizo cajón de sastre en el que conviven el simulacro y la penosa insistencia en crear una parafernalia absolutamente insípida y vacía donde dioses y monstruos buscan otorgar un sentido a una aventura que nació muerta.