Warcraft: el origen
2016 123 min. Estados Unidos
Director: Duncan Jones.
Reparto: Travis Fimmel, Robert Kazinsky, Ben Foster, Toby Kebbell, Dominic Cooper, Paula Patton, Daniel Wu, Clancy Brown.
Género: Fantástico.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Con aire festivo la traslación del videojuego a la pantalla posee factores más lúdicos que de traducción visual. ‘Warcraft’, un encuentro a tumba abierta entre orcos, humanos y otras criaturas bajo sospecha, es un desfile de aventuras y magia tan sofisticado como carente de emoción. Es una épica rebosante de planificación y destreza técnica pero que no se diferencia mucho de cualquiera de los trabajos publicitarios de alguna multinacional.
El cineasta Duncan Jones, hijo del recientemente fallecido David Bowie, apuesta por los magos, mucho Merlín en paro y alguno sobreactuado, hadas, encantamientos y pócimas más contagiosas y dañinas que un eslogan electoral, pero este ‘señor de los anillos’ con mazas y mamporros, sobrecargado de acción reiterativa, se queda en mero barroquismo superficial. El director de ‘Moon’ mezcla ingredientes como si fuese un puchero deconstruido por la nueva cocina digital aunque, pese al innegable esfuerzo, el resultado es insípido e inoloro. La apariencia es de conexión wifi con lo medieval, sin peso dramático y con ínfula de gore fantástico. Portales de fuerzas oscuras, reinos enfangados por la pérdida de poder, magia con más colores y variantes que una tienda de chuches, y una vivacidad heroica y efervescente más propia de equipo deportivo y hooligang que de tragedia desgarrada.
Duncan Jones, cineasta de ‘Código fuente’, no engaña y mantiene una apuesta coherente y de fan rendido al videojuego. El problema reside en el exceso de entusiasmo y en equivocar el punto de vista al convertir a ‘Warcraft: el origen’ en una mitología de pantallas virtuales solapadas. Entre peleas, desafíos, estrategias de salón y batallas de magos que se han comprado el ‘juegos reunidos’ (sólo falta el Copperfield haciendo desaparecer montañas y reinos) se sucede este batiburrillo hecho con mucho cariño pero marcado por la ausencia de espacios de emoción y seducción. Un divertimento en el que canta la querencia por el espectáculo prefabricado y el conflicto generado por ordenador, ajeno a esa textura cercana más sensible. La cosa puede oscilar entre los integristas del soporte original y la frivolidad de esa narración de manual que domina la musculosa nadería. El héroe desdoblado, el juego eterno del bien y de mal y, ante todo, una sucesión de mamporros con tintes de drama trascendente envasado al vacío.