El bosque de los suicidios
EE UU. 2016. 93 m. (16). Terror.
Director: Jason Zada.
Intérpretes: Natalie Dormer, Taylor Kinney, Yukiyoshi Ozawa, Eoin Macken, Rina Takasaki, Kikuo Ichikawa.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Lo del mestizaje y la agitación de géneros es un juego de niños al lado de este pastiche de fantasmas, desaparecidos, tradiciones gore, leyendas urbanas, atávicos lazos emocionales y voces del más allá. Al final, un batiburrillo de bazar reducido a unos cuantos sustos y gritos. Un errar cansino conduce esta historia de gemelas con bosque al fondo que desconcierta al principio, promete en sus conexiones sensoriales y acaba por desquiciar con su turbamulta acumulativa de almas atormentadas y muertos con vocación de presentarse a la próxima olimpiada, dado su físico inquieto. Sus dudas internas, su ambigüedad hacen de ‘El bosque de los suicidios’ un manual de vulgaridades, sin matices ni sentido del misterio. Debuta Jason Zeda y su ansiedad por contar demasiadas cosas y una ambición muy mal enfocada culmina en una pesadilla donde lo psicológico es una mera excusa inicial para quedar embarrado el conflicto en un confuso cruce de caminos. Sin duda Natalie Dormer salva los baches con una doble interpretación más que notable que, al menos, sirve para mecer el fluido visual disipado del cineasta. El filme se postula al inicio como un thriller angustioso para girar al retrato paranormal y con referentes orientales como el bosque Aokigahara, al pie del monte Fuji. Todo está muy manido y el relato de fantasmas japonés abrazado con un aura occidental y mainstream a lo ‘Perdidos’ resulta más falso que una promesa electoral. Es curioso porque cuando la cinta se vuelve sobrenatural parece sumida en el convencionalismo, y precisamente cuando pretende bucear en el diálogo psicológico y la extrañeza entre hermanas el filme se torna sugerente en su enigma. El imaginario folklórico, los espíritus muy viajeros y sin dueño, la mitología manoseada no bastan para crear una atmósfera empática y resultona. Hay sobresaltos, premura, presión física, pero el desasosiego nunca asoma. Más que bosque, con todas las connotaciones fantásticas que la tradición del relato oral le concede, estamos más bien en un jardín de senderos que se bifurcan hasta que todo tránsito conduce a la desorientación absoluta. Al debutante los árboles de su ópera prima no le dejan vislumbra el claro necesario para ordenar la lucidez y el deslumbramiento que toda ceremonia emocional de terror conlleva: ese camino iniciático que supone la inmersión en lo insondable y desconocido. El director puso tantas miguitas en los senderos del bosque que se olvidó el motivo para el que se había adentrado en él.