La chica danesa
Reino Unido. 2015. 120 m. (12).
Drama.
Director: Tom Hooper.
Intérpretes: Eddie Redmayne, Alicia Vikander, Amber Heard, Ben Whishaw, Matthias Schoenaerts, Victoria Emslie.
Salas: Cinesa y Peñacastillo.
Decorativa, más que transgresora. Superficial y amanerada en sus formas, es una obra más preocupada por mostrarse bonita que por revelarse verdadera. Tom Hooper, siempre académico, cineasta de la sobrevalorada ‘El discurso del rey’ y la magistral ‘Los miserables’, está más atento a los renglones coherentes de una caligrafía esteticista, inmersa en la corrección, que a la profundización en la cicatriz del relato. Los biopic son contagiosos. Algún virus debe recorrer la columna vertebral de las biografías en su traslación a las pantallas de modo que todo discurre sobre una primera capa apenas arañada. ‘La chica danesa’ como ‘La joven de la perla’ padecen idénticos problemas de empatía esteticista a la hora de retratar a la pareja Einar y Gerda Wegener y a Vermeer, respectivamente. Pero Hooper, en su viaje al fondo de la transexualidad se busca un doble aliado: ese diálogo, en pantalla y fuera de ella, que intercambian el actor Eddie Redmayne y esa nueva e imparable intérprete que es Alicia Vikander. Ambos, más la segunda que el protagonista de ‘La teoría del todo’, ofrecen un despliegue de autenticidad donde la cámara limita con la geografía humana. Más allá del hecho, el retrato de la primera persona que quiso cambiar de sexo mediante la cirugía, estaba el trasfondo de una personalidad, el universo iniciático de un tacto y de una forma de ver el mundo que asoma tardía pero rotunda. El cineasta parece detenerse en un respeto pictórico, de trazos y siluetas, de retoques y supuestas fidelidades que sacrifican la emoción y subordinan lo que hubiera sido un hondo y sentido manifiesto sobre la educación del deseo. El duelo entre la identidad y el amor, la lucha de egos, la propiedad sentimental, el amor incondicional y el amor pasión pasan de puntillas. El preciosismo, la etiqueta del ‘made in’ afectación, acusa y arrastra los vacíos de ese poso de fingimiento que se olvida en ocasiones de explicar los hechos. Es un precioso juego de espejos que nunca cruza al lado oscuro ni al otro lado del espejo. Como en su oscarizado discurso hay aquí una endeble mirada que se desmaya con delicadeza dejando en la cuneta el significado de la rebelión. A veces todo es tan contenido que en lugar del arrebato de la transgresión asistimos a un tratado sobre la superficie de las cosas. El exceso reside en subrayar la realidad, en dirigir la mirada del espectador, en empujarlo a una determinada dirección. El autor no arriesga. Solo parece importarle el trayecto biográfico, la epidermis, nunca lo que discurre por debajo. Nada que reprochar a tanta ilustración. La ausencia de detalles y matices, solo aportados por la actriz, esquiva esa sensación de autenticidad humana que desprenden solo las grandes películas.