Detroit
Tensa, enérgica, brutal. No hay posverdad ni falsas verdades, ni mentiras, ni cosas dichas a media. Ni ambigüedad ni sombras. En ‘Detroit’, su cineasta despoja los discursos oficiales, las siluetas de la Historia y retrata un golpe seco, claustrofóbico y letal, desde y sobre la mirada. Es un primer plano del infierno. Arida y sin tregua, lo que hace esta obra maestra contundente y honda es volar hasta el epicentro de una desgarradura, exenta de tópicos y limpia de estadísticas. No interesan tanto los hechos conocidos –los abusos policiales y ataques racistas que provocaron violentas revueltas que sacudieron el Estado de Michigan en1967- como esa esencia desgarradora del dolor, de la sombra, de la oscuridad, de la redención. En ‘Detroit’ hay tres planos en otros tantos tiempos de esta mirada implacable que ilustran el significado de una película valiente que se adentra en las llagas del tiempo, escarba en las cicatrices y sirve de llamada de alerta para un presente que está jugando con la llama de los derechos civiles. El primero es un plano de fondo, fugaz pero de ida y vuelta: el de una brutal paliza policial en una calle mientras la cámara presenta otros hechos paralelos como si fuesen los importantes. El segundo es un vómito físico a la salida de un juzgado, aunque en realidad es una náusea moral que también siente ya cualquiera de los espectadores. El tercero, ya como telón, es simplemente un mirada, un gesto que supone, a su vez, una amarga y desazonadora interrogante final, un porqué grabado en las fauces de la historia. Kathryn Bigelow estructura su magistral bofetada de lo colectivo a lo individual, de la categoría a la anécdota, en círculos concéntricos que se van cerrando de manera laberíntica, angustiosa, ansiosa, siempre convulsa. No hay un protagonista absoluto, tampoco actores estrellas, pero sí excepcionales y entregadas interpretaciones. La cineasta de ‘En tierra hostil’ nunca baja la guardia y deja que el espectador acorralado por esa violencia latente pero contenida, en un juego de elipsis pero también de planos sostenidos al límite, de clímax y de temores, de miedos físicos y de tortura emocional elija su foco para profundizar en la historia o para buscar, muy pocas, sus propias salidas. Bigelow, que certifica aquí que es uno de los grandes nombres del cine actual, viaja del preludio histórico relatado a través de la animación, a la cámara nerviosa que expresa la crónica callejera casi periodística, pasando por el tono semidocumental que a través de pantallas de televisión y sonidos se cuela entre los resquicios de la brutalidad humana y el sinsentido racista. La directora de ‘El peso del agua’, que ha alternado la ficción con el documental durante estos años, invita a un viaje al corazón de la indignación con poderosa caligrafía, sin efectismos, adherida a la piel negra y blanca de todos nosotros. Es docudrama, sí, reportaje, también; pero sobre todo es una diáfana incursión en ese doloroso campo minado donde ya no valen las preguntas y donde el temblor telúrico, primario y físico pasa a ser la geografía primordial. Triste y sufriente, implacable y apasionante, este trayecto al fin de la noche es una experiencia física que retrata con ardorosa eficacia la esencia de la maldad. Su pase en los institutos como pedagogía histórica y humana diría mucho de la evolución educativa. Bigelow transparenta la mirada y deja sobre la pantalla un mosaico de furia, fuego y miedo. Un horror tan auténtico como, desgraciadamente, actual, que recorre el nervio del horror e inocula el odio y la rabia a la intemperie.