Moonlight
EE UU. 2016. 111 m. (7). Drama.
Director: Barry Jenkins.
Intérpretes: Trevante Rhodes, Naomie Harris, Mahershala Ali, Ashton Sanders, André Holland y Alex R. Hibbert.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Es un cine brillante en todos los sentidos que sirve de espejo de conciencia y de disección de una identidad. Frente al estereotipo y lo manido el debutante Barry Jenkins antepone una mirada estética cargada de personalidad visual, con mucha fe en la imagen y ciertos arrebatos pasionales. A modo de tríptico temporal, tres tiempos, tres tempos, tres miradas, la marginación, el dolor, el elogio de la diferencia, el juego de superficialidad y complejidad arman un filme dolorosamente hermoso, que relata los entresijos de un acto de supervivencia. Los conflictos solapados, personales, íntimos y sociales, lo sutil y desgarrador conviven en ‘Moonlight’, el retrato vivencial de un afroamericano gay, convertido en poderoso drama pero también en un exponente de la experiencia y la mirada negra en Estados Unidos. Desde estos travellings circulares del arranque a los silencios o los planos que parecen romper el tiempo y el espacio, el filme demanda la misma sensibilidad que exudan sus imágenes. Entre el impresionismo y el hiperrealismo esta historia, que elude la visibilidad y la confrontación con lo blanco, levanta los velos de una comunidad para mostrar aspectos como la drogadicción, la sexualidad y la búsqueda permanente de la identidad. La infancia, la juventud y la edad adulta enmarcan este pasaje cuya fuerza reside en cómo la imagen y el lenguaje visual proporcionan un territorio acotado donde el drama cercano, íntimista y cierto tono de realismo documental logran una paleta de extraña intensidad, sin aspavientos, que envuelve un relato con muchas aristas y tiempos. Jenkins parece un digno heredero de los Spike Lee y John Singlenton. Sin ataduras, entre la dureza y la revelación poética, ‘Moonlight’ va desnudando las diferentes capas humanas que cubren, casi siempre más indefensiones que corazas, frente a la intolerancia. Todo es sólido, sin estridencias, en este filme que mira de frente al deseo, la muerte y el dolor. Hay un ligero impacto que atraviesan las imágenes que en el fondo apelan a la sensibilidad y perfilan estados de ánimo, cuyo realismo no está reñido con una melancólica lírica. Cinta periférica, coherente y lúcida como una tela transparente que desvela la vida de un chico negro mediante una cámara medida, tan experimental a veces como precisa otras, que deja libertad para que el espectador completa las elipsis y se adentre en los vacíos. Es el proceso de una mutación trazada en su itinerario temporal, de la soledad al aprendizaje, de la revelación sentimental al grito mudo de la moral, del poder a los recuerdos. Todo es sobrio, contenido, sin exhibicionismo gratuito. Una mirada, como el color de la piel que muta bajo la luz de la luna, habitada por matices, aristas y exquisitas delicadezas.