Animales nocturnos
EE UU. 2016. 115 m. (16). ‘Thriller’.
Director: Tom Ford.
Intérpretes: Amy Adams, Jake Gyllenhaal, Armie Hammer, Aaron Taylor-Johnson, Michael Shannon, Isla Fisher, Kristin Bauer van Straten.
Salas: Cinesa y Peñacastillo
Es tan sinuosa como elegante. Discurre en esa delgada línea entre realidad y ficción. A veces se postula morbosa, nunca sórdida, y levanta y cruza pliegues entre el deseo y la desazón, la ensoñación y la realidad, lo que es y lo que pudo ser. Tom Ford se reafirma tras la declaración de principios de ‘Un hombre soltero’ en su vocación de estilo –siempre al borde de un peligroso acantilado entre la puesta en escena pulcra, meticulosa y la estética publicitaria- para retratar a una mujer que vive entre la nostalgia por un amor fallido y un presente sentimental desesperanzado. Esa es la cáscara en la que Tom Ford mueve a sus peones sobre un tablero de desasosiego y crisis existencial en el que la ficción y la realidad muestran sus reinas para proteger a sus ejércitos respectivos de sombras y luces. Pero en ‘Animales nocturnos’, en su propuesta de contrastes, en su tensión de levedad y trascendencia nunca estirada del todo, pesa más su pose, su impostura unas veces rotunda y otras caprichosa, su azaroso juego de virtualidad entre lo que deseamos y lo que poseemos, entre las querencias y las pérdidas. Ford, que se mueve entre David Lynch y el Hitchcock de ‘Vértigo’ (De entre los muertos), logra sus mejores prestaciones esteticistas cuando equilibra la extrañeza de lo cotidiano con el refugio de lo onírico. Pero más allá de la irregularidad de su apuesta, el filme posee un arma letal infalible, Amy Adams en estado de gracia (coincide en cartelera con su lección interpretativa de ‘La llegada’) que aporta todo un catálogo de estancias emocionales con apenas unas miradas: de la fragilidad a la insinuación, de la intensidad al vacío, de la plenitud a la sombra de muerte. A ‘Animales nocturnos’ le sobra planificación formal y le falta ese salto final de atrevimiento y elocuencia emocional tras tanta expresión de estilo. Un arrebato que convierta el virtuosismo, que lo hay, en un rapto de emoción, la destreza –ese magnífico juego de realidades solapadas sobre el rostro de la actriz- en misterio, más que en golpe de efecto. El filme es un viaje detenido entre el pasado, que siempre son muchos, y el presente, que creemos uno. Más hábil que inquietante, más sofisticada que brillante, pero siempre alumbrada por un juego de culpa y redención, la obra sale a flote por su inteligente y sutil discurso sobre el desamor. Renuncia y refinamiento, remordimiento y fatalismo en una peligrosa vuelta de tuerca al cine noir. Hay metaficción y subtextos, pedantería y autocitas, pero el filme siempre logra atisbar un punto final de deslumbramiento que despeja las dudas. Y si alguna queda, ahí está Amy Adams para iluminarnos como si hubiese tomado el testigo de Kim Novak en una carrera de fondo hasta la meta del romanticismo que anida en toda pesadilla poética.