Al final del túnel
Argentina/España. 2016. 120 m. (16). ‘Thriller’.
Director: Rodrigo Grande.
Intérpretes: Leonardo Sbaraglia, Pablo Echarri, Clara Lago, Federico Luppi.
Salas: Peñacastillo y Cinesa.
Bajo el thriller aparente y lucido que presenta con esmero Rodrigo Grande transitan metáforas y mucha simbología bien asentada que despejan las sombras del golpe de efecto y del exceso. En ‘Al final del túnel’ hay una mirada claustrofóbica, provocada por el pasado y una opresión de dolor y culpa plasmada en los silencios y en el exilio interior de dos personajes: un hombre en silla de ruedas enclaustrado en la necesidad de olvidar, que ha hecho de un sótano su razón de vida. Y una niña que un día decidió dejar de hablar (y ya se sabe que hay muchas razones para dejar de hacerlo). Eficaz, con vocación de estilo y, sobre todo, buscando en todo momento salir del cliché, el cineasta de ‘Cuestión de principios’ narra en la superficie la historia de un atraco a un banco, un butrón enredado. En realidad a Grande lo que le interesa es esa doblez de ánimo, ese territorio entre ‘La vida de los otros’ y ‘La conversación’, donde un hombre solitario, decididamente automarginal, se ve involucrado en vidas ajenas que hace suyas. Lo oscuro, lo asfixiante exuda los mejores momentos desde que la comunicación entre una niña y un perro se nos antoja mil veces más limpia, directa y sincera que cualquiera de los diálogos entre criaturas humanas. Leonardo Sbaraglia toma el mando ante una Clara Lago maleable pero muchas veces fuera de sitio. El actor da una lección de sobriedad elocuente, provoca empatía y deja que los acontecimientos se empapen, discurran y adquieran cuerpo siempre a través de sus sentidos, su presencia y, sobre todo, de ese pesado equipaje interior que lleva consigo su personaje. El suspense in crescendo y la tensión aparece con las dosis adecuadas aunque Grande tiende a la hipérbole en el último tramo, forzado y excesivo, que se compensa precisamente con un guión que pretende encajar demasiadas piezas y objetos, entre la apelación al azar, el destino, la suerte y el rizo de la violencia. La casa, entre Poe y Hitchcock, también compensa otros déficits. La atmósfera insana, la presencia de la ausencia como un fantasma eterno deambula viscosa en ese arriba y abajo, luz y oscuridad, estatismo y movilidad, moralidad y amoralidad. El túnel indiscreto de este James Stewart inteligente pero sin ironía, sumido en el dolor de la pérdida, atenaza en ocasiones el pulso del thriller. La preocupación final por encajar un engranaje casi matemático empaña esa lograda atmósfera de vida en sombras, que aporta lo mejor de un filme que mantiene un pulso entre la credibilidad y la evidente autoridad de sus referentes. Poros y resquicios como vasos comunicantes de un tira y aflojo ente agobio y ritmo, entre la salida física y moral de unos personajes que, desde el más pequeño hasta el más viejo, buscan una desesperada fuga que les permita respirar su propio espacio vital.