La serie divergente: Leal
EE UU. 2016. 121 m. (12). Ciencia-Ficción.
Director: Robert Schwentke.
Intérpretes: Shailene Woodley, Theo James, Naomi Watts, Ansel Elgort, Jeff Daniels, Bill Skarsgård.
Salas: Cinesa y Peñacastillo.
En esta primera parte de la última parte de la parte contratante de ‘Divergente’ todo sobrevuela. El cine por supuesto, pero desde muy arriba, y casi ni se atisba. Pero también la distopía, los perfiles estereotipados, la reiteración cansina, las idas y venidas…todo da vértigo por pereza. Se trata de explotar el manantial de la saga y el ejercicio seriado hasta la última gota de la franquicia. Las buenas ideas, la sorpresa, el deslumbramiento son como las ondas gravitacionales, se citan pero no se aprecian. ‘Leal’ es el eco, la reverberación de una entrega anterior que a su vez replica otra más vieja. Caduca el discurso pero también esa sensación replicante de efectos y voces encerradas en una estridencia afectada, vacua, de manual. Robert Schwentke, que ya se puso al frente de la anterior entrega y volverá a hacerlo en la supuesta traca final ‘Ascendente’ en 2017, se limita al oficio y a lo artesanal. Una ciencia ficción manoseada y una metáfora futurista que juega a la vez a precuela y a punto final. ‘Divergente’, sobre las obras de Veronica Roth, poseía algunos factores atractivos de carácter sociológico y juvenil, a modo de metáfora sobre castas y marginados, sobre el ‘todos somos iguales pero unos son más iguales que otros’. Pero la cosa ha derivado en parábola cool, en cromo wi-fi y juguete aséptico donde todos ponen las mismas caras a falta de un aliento dramático que insufle oxígeno a la ficción. El cineasta de ‘Plan de vuelo’, con Jodie Foster, es incapaz de aportar claridad, de mostrar un camino hacia el asombro. Como en ‘Los juegos del hambre’, pero con menos energía, la sensación al acumular subtramas y estirar la prótesis fantástica es que todo se desmorona sin remisión. Suena a calco de otra copia, fotocopia virtual en la que uno ya no sabe si está en ‘el corredor del laberinto’, o construyendo otra distopía en la que se han fundido las sagas con obsceno descaro. Pretenciosa y fría, todo tiene aire high-tech, entre un guiño apocalíptico de salón de arquitectura y una acumulación de vulgaridades, desmesuradas y delirantes, para dotar al filme de un discurso pedante que las imágenes desmienten. Los drones, como duendecillos y corazoncitos cómplices, cobran protagonismo para arropar el amor, al cabo la única parábola que se antoja convincente entre tanta confusión. No hay carisma, pese a las indudables condiciones como actriz de Shailene Woodley, ni química entre la pareja protagonista. El juego errante y presuntamente trascendente que conduce la trama es respondido por una realización plana e insustancial. Oímos habar del genoma humano mientras naves estrafalarias, burbujas apocalípticas y ascensores de diseño juegan alrededor del espectador como Campanilla después de un mal sueño. Caprichosa y estirada, la pantalla se torna anodina la espera de que esa líder nos lleve más allá del muro donde alguien nos cuente de verdad qué está pasando.