Santander está lleno de tribunales. Es una urbe harta de justicia. Aquí no se amontonan las demandas, todo buen fiscal actúa de oficio y los juicios son, más que rápidos, veloces. Andamos sobrados de sentencias. Nos encantan.
Son procesos de barra de bar, de luz medio apagada. De ‘ten cuidado con ese’, de ‘sé de buena tinta lo de aquella’… No cabe recurso. Una sentencia es una sentencia, sin atenuantes y sin derecho a defensa. Tribunales implacables con una ley moral ancha cuando sale por los labios y estrecha si se cuela por el culete de cada cual. Pero, por supuesto, bien intencionada. ‘Te lo digo por tu bien’.
Es un juicio de versión única. Con testigos desconocidos que siempre vieron todo o amigos de amigos de otros amigos. Esos son los que siempre saben. Los que conocen. Gente fiable que sale bajo las piedras cuando nadie mira. Hay alegatos memorables ante el tribunal, tendentes a hincharse como las mentiras contagiosas. Como los pisos en los buenos tiempos. Que, de mano a mano, iban engordando la codicia.
Serás culpable hasta que se demuestre lo contrario. Y, si se demuestra, también. Porque ‘por algo será’. Esa es una gran frase de los justos, que saludan con la sonrisa falsa el domingo por la mañana por el Paseo de Pereda. Justos de vida aburrida. Tanto, que necesitan llenarla con la de los demás.
Y luego dicen que la justicia no funciona…