En la mesita de noche del box número 18, a eso de la una de la mañana, hay una botella medio vacía de agua que ya está caliente, unas gafas, un móvil con poca batería y una caja de color rojo en la que puede leerse ‘Navidad, dulces de Navidad’. En la papelera, el envoltorio vacío de las doce uvas. Y, bien cerca, la imagen de la bacinilla posada en el lavabo contrasta con los restos de una docena de pasteles. La paciente está dormida, aunque no ha apagado la luz. «¿Quién me iba a decir a mí que iba a pasar la Nochevieja aquí metida?», comentaba un día antes, mientras esperaba en un pasillo del hospital, junto a otros muchos, que le encontraran un hueco y le dieran los resultados de unas pruebas. Entre sueños, no se da cuenta que tres personas han corrido la cortina. Son tres de sus cuatro hijos. A Gracita, que se despierta sobresaltada, se le ilumina la cara. Ya le habían deseado ‘feliz año’ por teléfono. Ellos, los nietos, el yerno y la nuera… Un instante después de las doce. Pero han venido para darle un beso. Cinco minutos y una historia. Una de tantas en tantos hospitales.
Cuando llegan a la UARH de Valdecilla (Unidad de Alta Resolución Hospitalaria), el silencio sólo se rompe por la conversación del box de al lado. Allí están cenando las enfermeras y las auxiliares. «Primero comemos las uvas y luego cenamos. Solemos hacerlo así siempre». Más que cenar, tratan de crear una atmósfera que acerque un lugar como éste al otro, al que ve a Los Morancos en el salón y repasa las actuaciones de todos los años mientras suenan cohetes y petardos –desde aquí también se escuchan, pero a lo lejos–. Por eso, el árbol adornado con bolas azules y plateadas junto al mostrador y una fila de máquinas. Y, por eso, sus compañeras del turno anterior les dejaron la mesa preparada y hasta unas bolsas de cotillón listas. Ese fue el ‘trajín’ de la tarde. El diferente al de otras tardes. Porque aquí el vete y ven es la rutina. Una trajo vasos de colores y servilletas del Mercadona y la otra, pelucas y labios gigantes de un chino. «Yo ya he dejado preparada la cena», «que pases buena noche, ¿vas a tu casa?»… Lo típico, pero entre aparatos para medir la tensión, rondas con el termómetro, meriendas de dieta blanda y el sonido de un hombre al que intentan hacer recordar cómo se cuenta del uno al cinco, todo parece mucho más realista.
En esta sala, porque hay dos, esta noche forman equipo tres enfermeras y dos auxiliares. Están pendientes de los 17 pacientes que hay en la lista. A algunos –hay 23 boxes– les han dado «permiso». Les dejaron ir a casa a pasar la Nochevieja con sus familias, pero con la obligación de volver al día siguiente. A uno, de hecho, le trasladaron a eso de las diez y media. Gracita estuvo a punto, pero un susto por la mañana hizo pensar a todos que lo mejor era quedarse. Por eso, por la tarde, tuvo que repasar con su nuera por teléfono la receta de la salsa de los calamares. Dichosos calamares. A una mujer de 77 años pendiente de una intervención pueden crearle más tensión esos calamares que la anestesia. Las madres son (y todos lo seremos a su edad) así.
A las ocho le sirvieron la cena. Especial. Entremeses variados (chorizo, salchichón, queso, un par de langostinos…) y rape en salsa americana, además de la cajita roja del ‘Navidad, dulces de Navidad’ y las doce uvas. El que puede, claro. Falta tanto para las doce, que, una hora antes de las campanadas, el bullicio, si acaso, son un par de ronquidos en los boxes. Mucha tranquilidad mientras las trabajadoras repasan el listado de pacientes y hacen ronda de tensiones y termómetros. «Venga, que ya queda poco». En el box de la cena del personal hay un ordenador portátil. Es la ‘Puerta del Sol’ de la UARH. Y bajito, para no molestar.
Algún acompañante, de los que apenas dormirán en esas butacas que debió diseñar un mal tipo, hace de intermediario. Se coloca lo más cerca posible y canta las campanadas. «No, espera, que esos son los cuartos», le dicen a Gracita desde la puerta del 18. Como en casa, como todos los años, pero nada que ver. «Ahora, ahora». Se las come todas. Bueno, casi, porque se da cuenta que una se escurrió entre la colcha y la sábana. No importa. De la cortina del box catorce asoma la figura de una señora con un vaso y las uvas dentro. «Venga, mujer». Sonríe y saluda con la mano, pero no. «Es que estoy con mi marido». Las come desde allí. Y se encienden algunas luces más en la fila.
Suenan los teléfonos. «Tranquilos, que estoy bien aquí. A ver si todo sale bien y el año que viene vuelvo a estar allí como siempre, con todos vosotros. Yo también me acuerdo mucho de todos». Se escucha algo así mientras las enfermeras se besan y brindan. «Por todas, para que tengamos un buen año». Es el momento clave. Luego, poco a poco, silencio y luz baja. El sonido, muy de vez en cuando, del timbre de llamada de algunos pacientes. Y fuera, más allá de los cristales de las dos puertas de la Unidad, ya no se ven las dos camas ocupadas que había en los pasillos de Urgencias.
Porque ya son casi las tres al llegar a estas líneas. Porque Gracita, que es mi madre, ya está dormida del todo y porque hace casi dos horas que sus otros tres hijos, que son mis hermanos, se marcharon a casa. Feliz 2014 desde la Unidad de Alta Resolución Hospitalaria.
P.D. Este artículo fue publicado en las páginas del periódico en papel el día 2. Normalmente este blog recoge otro tipo de artículos, pero alguno me ha preguntado por éste, que no apareció en Internet y he optado, con vuestro permiso, por compartirlo.