Siempre hubo niños repelentes. De esos que volvían corriendo a la mesa de los padres con un lloro más agudo que la voz del rubio de Los Pecos (cuando era rubio). Entre sollozos había un ‘mamá’ con la ‘a’ postrera bien prolongada y una acusación rápida y gratuita con nombre propio. Siempre. Eran esos que abusaban del ‘esto es mío’y del ‘no te doy’. Repelentes de toda la vida, vamos. A veces surgían por generación espontánea y, otras, por unos padres que les regalaban la repelencia desde la hora del desayuno.
Eso no es nuevo. Forman parte de cualquier recuerdo infantil amontonado junto al catálogo de tipos de críos con los que uno se va topando. El problema es que ahora tengo la impresión de que el catálogo se reduce. Hay cada vez menos tipos y prolifera el ‘sobreprotegido’. Todo esto viene por la historia que me contó el domingo un amigo con un buen plato de rabas de por medio. Unos padres que esterilizaban los juguetes del chaval cada vez que los usaba. Le dí vueltas un buen rato y esta cabeza mía no pudo evitar la imagen repetida de estos chavalucos metidos en una burbuja, aislados.
Y yo comprendo que ahora no puede ser como fue para mí. Que lo de bajar a la calle, tener cuadrilla y jugar partidos con los mismos que me daba piñas al día siguiente no encaja con estos tiempos. Que hay más coches y más dramas en el telediario. Pero más de uno ha cambiado la calle por la vitrina. Han creado niños colgados de una pared y separados de la vida por una mampara. Y, claro, cuando les descuelgan no saben pisar el suelo.
Habrá un término medio entre ‘El libro de la Selva’ y la educación ‘by Nintendo’, ¿no? Yo creo que sí. Por cierto, al crío de los juguetes con agua hervida se le encontró su madre en el cuarto de baño en un despiste. Abrió la puerta y allí estaba. Con la escobilla del váter en la mano después de un buen par de lametazos. Verídico.
Toma baño de realidad.