Ya no se juega en la calle. Es triste. Igual que ya no conocemos a los vecinos del edificio y miramos con extrañeza a cualquier desconocido que nos sonríe y nos regala un ‘buenos días’. Es el precio de una modernidad que llega, aunque le cueste, a ciudades pequeñas y tradicionales como Santander. El precio de la ‘urba’ de Valdenoja, el ‘ya no como en casa’, la inseguridad, el tráfico, el chalet con parcela…
Yo soy un chico de barrio. Uno de ésos que bajaba a jugar partidos interminables de fútbol. Uno de ésos que se volvía a casa con un agujero en el pantalón porque le había tocado ponerse de guardameta en la puerta de un garaje. Aún saboreo al recordar el pan con chocolate que mi madre me tiraba por la ventana después de vocear mi nombre. Algún ‘goluco’ metí sin soltar el bocadillo cuando jugaba por las calles del Grupo Pedro Velarde. Echábamos partidos (o carreras, o guerras y hasta nos dabamos alguna piña) con los de
Hoy miro por la ventana –sigo en el mismo barrio– y no veo niños jugando. Hay chicos de fútbol en el pabellón nuevo, de inglés en clase particular, de natación en la piscina… Niños que se juntan para un cumple en un parque de esos con bolas. Críos que se quedan a dormir en casa de los padres de su amigo del cole… Pero ya no tienen su ‘panda’ del barrio. Como me acuerdo de Santi, Jose, Felipe, Ángel o Alejandro. O de Sotiris, mi amigo griego que venía todos los veranos. Fueron mis primeros amigos. Amigos de verdad.
Y creo que eso me ayudó a ser medianamente espabilado (aunque me la pegue, como cualquiera). Porque la calle no me enseñó a controlar los botones de