Un padre le pregunta a un hijo en una reunión familiar qué quiere ser de mayor. «Yo de mayor quiero ser tonto, papá», responde el chaval. «¿Cómo que tonto? Anda, ¿qué quieres ser de mayor?», insiste el padre un poco avergonzado. «Tonto, papá, quiero ser tonto», incide el crío. Papá, muy mosqueado, le grita y se remanga la camisa Cuando está a punto de sacar el brazo a pasear, el niño le contesta: «Yo quiero ser tonto porque tú siempre me dices: ‘mira ese tonto qué coche, mira ese tonto qué casa, mira ese tonto qué chavala ‘».
Es un chiste -aunque por escrito pierde gracia-, pero me viene al pelo para hablar de las envidias y de los precios del éxito y la iniciativa. Y es que se trata de una enfermedad muy común en esta sociedad cántabra nuestra. Tal vez por ser una región pequeña, para el que despunta siempre hay un ‘regalo’. Si es joven es un listillo, si tiene don de gentes es un payaso, si es divertido es un borrachín, si es inteligente es un ‘enterao’, si es muy trabajador es un aburrido y si es mujer -y encima guapa- ni se lo cuento
Pero se puede ir más allá. La iniciativa está muy mal vista en muchas oficinas. Para el que propone soluciones o ideas también hay ‘recadito’ (a veces por parte de algún jefe que ve la poltrona en peligro). Alguien me dijo hace tiempo una frase que tengo apuntada en mi mesa: Lo que no sirve de nada es lo que no se hace. Y al que pretende hacer algo se le castiga. Se le deja sólo, se le tacha de mal compañero, se le ponen trabas inverosímiles Todo por no mover un dedo de más o por no reconocer una idea brillante. Así, el panorama está lleno de comentaristas de los desastres de los demás que nunca aportaron nada. Sí, hombre, ésos de «si ya lo decía yo ». Ésos mismos que tienen preparado el ‘no se puede’ o el ‘no va salir bien’ antes de escuchar la propuesta.
Termino con otra frase: «La envidia es una declaración de inferioridad». Es de Napoleón.