Decía Unamuno –y, como casi siempre, decía bien– que los nacionalismos se curan viajando. Yo añadiría –con toda la osadía que supone añadir algo a lo que aseguró Don Miguel– que viajando se curan muchas otras cosas. Nacionalismos, ignorancias, males de tópicos, generalizaciones, proverbios localistas, aldeanismos y hasta daños de amor.

Y es que en la medida que viajo (mucho menos de lo que me gustaría) aprendo a relativizar al máximo las frases triunfalistas tan propias de nuestra forma de ser. Sí, hombre, ésas de ‘como lo nuestro, lo mejor’, ‘como aquí, en ningún sitio’, ‘como lo de aquí no lo hay…’. Que Cantabria es infinita lo sabemos. Que Santander es precioso, también. Que aquí se come bien, pues sí. Que hay calidad de vida, mucha. Pero esas afirmaciones son demasiado baratas y, por desgracia, es sumamente fácil caer en esas mismas frases para justificar lo que no adorna. No tenemos AVE, pero Cantabria es tan bonita… Problemas económicos, pero qué anchoas… Total, que más de uno se ensimismó mirando a la Bahía y se olvidó de que a su alrededor hay una ciudad y una región que a veces no funcionan.

Pero es que voy más allá. Los rincones de Cantabria son únicos. Soy el primero en presumir y en añorar desde la distancia. Soy cántabro y santanderino por los cuatro costados. Pero únicos significa que no hay dos iguales, no que no existan otros exactamente igual de únicos en otra parte. Es decir, únicos sí, pero mejores no.

Si es que he madurado (que a mis casi 32 tengo cada día más dudas), viajar ha tenido mucha culpa. Por eso, pruebo de todo e intento aprender de cada lugar que visito algo nuevo. Aprender a respetar lo que otros hacen, aunque sea diferente. Porque no es mejor ni peor, es, precisamente eso: diferente.

Por cierto, Unamuno era vasco. Como Ibarretxe. Vaya paradoja.