Se acerca en la lejanía y entre aguaceros el tan deseado verano. Desde el pasado mes de diciembre tengo metida la humedad en el cuerpo y todas las gabardinas mojadas. El edredón de la cama lo he quitado hace un par de días, y más por vergüenza que por otra cosa, no vayan a pensar que no soy cántabro. Lo cabreante es que cuando llegue agosto alguno o alguna dirá eso de: «pues el invierno no ha sido tan malo». En fin.
Las épocas del año están para ser disfrutadas, como las comidas que son típicas de ellas. Con esta primavera tan ‘aguada’ yo, personalmente, ando muy despistado. Por una parte, el cuerpo me pide una ensaladilla rusa recién sacada del frigo –debe ser cierto que el estómago tiene memoria–, pero por otra estoy deseando comer un buen plato de alubias. Me pasa con el salmorejo, uno de mis alimentos favoritos. Me gustaría servirlo con esas virutas de jamón y huevo cocido picado, aunque al llegar a casa me inclino por un puré o una sopa de fideos. Luego dirán que el invierno no ha sido tan malo.
Así que estoy deseando que salga el sol de una puñetera vez y podamos, al fin, suprimir tanta cuchara y empezar a coger tenedores y palillos. De refrescarme el paladar, no tener que soplar cada vez que me voy a meter algo de comida entre los dientes.
También espero con ansiedad poder disfrutar, con algo más de alegría, de esas cañas de cerveza que, con calor, son dignas de todos los reconocimientos. De esas sangrías que, al levantarte de la mesa, te han dejado como para soplar en un control de tráfico. Y es que yo no me explico como le meten tanto alcohol a una bebida que, en su origen, no era más que una mezcla de vino, agua, azúcar y alguna fruta.
Coñac, ron, ginebra, triple seco, cointreau… Una auténtica bomba de relojería a la que ahora también se le han sumado las burbujas de gaseosa, refrescos de cola e incluso cava.