Si algo no puede faltar en la nevera es el tarro de mayonesa, y, al poder ser, de tamaño grande. De la marca que sea, light o con todas sus calorías, más amarilla o menos. ¿Qué haríamos con la lata de espárragos sin este producto sin parangón que se hace a base de huevo y aceite? ¿Qué sería de nuestra universal ensaladilla rusa o de los huevos rellenos de atún? ¿Y qué me dicen del puding de cabracho o de los langostinos cocidos? En la carta de bodas, bautizos y comuniones figuraban siempre, junto al zancarrón de ternera y los entremeses fríos y calientes, los langostinos dos salsas. Una era la mayonesa y la otra, la vinagreta con tropiezos de cebolla y pimientos rojo y verde.
¿Qué sería de la merluza rebozada o de la sepia a la plancha sin ella? ¿O de los mejillones al vapor, la coliflor cocida, el salmón ahumado o el seco filete de pollo?
Es uno de los ingredientes fundamentales de los sandwiches. Un California sin mayonesa es un pecado. Las patatas fritas del bar de abajo de casa te las sirven ya con unos sobres de colores, complicadísimos de abrir por cierto. Rojo: ketchup. Amarillo: mostaza. Azul: mayonesa. Para simples.
¿Qué haríamos con todos esos platos que no nos gustan demasiado y que debemos comer por obligación? Un par de cucharadas soperas de mayonesa y problema resuelto.
La mayonesa es el fundamento de las barras de pinchos de casi toda España. En el País Vasco, donde de comida saben un rato, abundan esos platos de la cocina en miniatura que llevan entre sus ingredientes esta salsa de origen menorquín, prima-hermana del ali-oli. Es también la mayonesa una religión dentro de los llamados platos de cocina rápida. Una salsa que gusta a todo el mundo y que, por desgracia, cada vez se hace menos en casa. Para qué, si ya viene en tarro.
Una latita de melva canutera o de bonito del Norte en aceite con una poca de mayonesa y un vino blanco bien frío: irresistible.