Hay cosas por las que no paso. Cosas que alguien se inventa sin fundamento, calan entre la gente y se convierten en dogmas de fe. Me pasa con el asunto de la tauromaquia. Tengo amigos que se empeñan en que si eres aficionado a los toros lo eres también al flamenco. Pues, bien, yo no lo soy. Soy de los Beatles a muerte y de Camarón tengo un vinilo que me regaló un colega y que tan solo he escuchado un par de veces. También tengo que oír que porque seas del Real Madrid y no del Barça, eres de derechas. ¡Si yo hablara de algunos ‘colchoneros’!…
Esto viene a cuento de algo que se ha puesto de moda entre algunos ‘aficionadillos’, como yo siendo modesto por otra parte, al mundo de la gastronomía. Hay quien sostiene, y lo he oído ya en más de una ocasión, que las anchoas del Cantábrico, las que se hacen en Santoña, Laredo, Colindres, Castro…, recuerdan, sobre todo en su aroma, a la pata de jamón ibérico cortada a cuchillo. Pues no, leches, que no. Que el jamó ibérico es una cosa, magnífica por cierto, y las anchoas otra, aún más si cabe. Estamos todos de acuerdo en que casi todo lo que viene del cerdo cuando se cura en sal es una pasada, pero es que el bocarte cuando se tiene en sal muera desde junio a diciembre, es para morirse. Y tienen que ver lo uno con lo otro lo mismo que John Travolta con Dani de Vito, por poner dos burdos ejemplos. La anchoa recuerda a mar, a olas, a viento, a percebes si me apuran, a un erizo recién partido, y el jamón a bellotas, a extensas dehesas, a ese tocino que es más de cielo que el dulce pastel también muy ligado al sur. La anchoa es lluvia, cielo gris, pan de hogaza y vino tinto. El jamón ibérico de bellota es sol, cielo azul, ‘picos’, regañas y manzanilla. Así que no me vengan con historias, que las anchoas poco o nada tienen que ver, salvo en el precio y su exquisitez, con el jamón de Guijuelo. Que las rabas son una cosa, y los calamares a la romana, otra.